Blog de Ignacio Fernández

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domingo, 6 de febrero de 2011

El Cafetín o la identidad

    De aquellos años del ruido, el tiro al aire y un poquito de sangre cada noche no nos va quedando casi nada. Ni tenemos voz para seguir cantando ni excesos para nutrir la letra de nuestras canciones. Además, el pulso de la ciudad reclama otros compases, ni mejores ni peores, sencillamente otros ritmos cardiacos bien distintos a los de aquellos tiempos de muchachas rojas y rebeldía con causa.

     Tiros al aire no hubo que se sepa, pero ruidos y algo de sangre sí que constan en la historia del último de los antiguos locales de culto de la ciudad de León, cuya desaparición abrupta deja estigmas de orfandad como suele ocurrir con toda muerte inesperada y a destiempo. Y eso, desgraciadamente, no lo compensan ni los anuncios de nuevos enclaves con humos y aroma a viejo ni la pervivencia de otros garitos que le sucedieron en las crónicas; del mismo modo que un amor no suple a otro, ni falta que hace. Por el contrario, el cierre del Cafetín abre en nuestra memoria sentimental un agujero negro del mismo tamaño que el del Teatro Emperador o el de Discos Xidas, por poner ejemplos recientes de otros ámbitos: ni los volveremos a ver abiertos ni otros vendrán a llenar sus huecos con la misma emoción. Esto es, que la vida se nos va también en esos fallecimientos que nos obligan a cambiar de costumbres, otro bar para el café de los viernes, otro escenario para los dramas, y a piratear la música porque tiendas de discos ya ni existen… Tan preocupados como están los gobiernos por nuestra salud, deberían aprobar alguna ley que protegiera también estas especies que se extinguen, que es tanto como pedir que nos protejan a todos nosotros como hacen con los fumadores pasivos o con los pobres linces.

     No ocurre lo mismo con las iglesias, que no sólo permanecen sino que se reproducen, a pesar de que decrezca según dicen el número de practicantes. Ni sucede tampoco con los centros comerciales, esos otros templos de los cultos laicos. Debe ser que ni a las unas ni a los otros les martiriza el dios del mercado o que más bien está de su parte. Porque al cabo es el mercado, cuentan, el que modifica el uso de los locales conforme a leyes ingobernables: primero fue la plaga de videoclubes; luego, la epidemia de inmobiliarias; últimamente, el tifus de la compra de oro. A todo ello le podemos sumar el despliegue de las franquicias, las sucursales bancarias, las farmacias de última generación y los bazares chinos hasta conformar ciudades clónicas, sin personalidad, diseñadas por una globalidad uniforme y orwelliana: pura fealdad aséptica, vacía estética neomoderna, significante sin significado.

     La cuestión entonces es si los ciudadanos y ciudadanas pueden hacer algo por la identidad de las ciudades en las que habitan o si simplemente han de dejarse llevar por la marea comercial que nos iguala en el peor de los sentidos y empobrece. ¿O es que acaso esa ciudadanía ha abdicado de su capacidad decisoria en esta y en otras materias más relevantes para asumir con fatalidad el signo de la nueva edad poscontemporánea? ¿Será que, burgueses todos en el refugio íntimo de nuestros hogares, hemos llegado a la conclusión de que no se puede luchar contra la voluntad del dios mercado, que no se puede hacer nada frente a sus arbitrarios propósitos? Según palabras de Vicente Verdú, da la impresión de que en esto, como en todo lo que tiene que ver con la desorientación general producto de las crisis, “el designio mágico supera al pensamiento lógico o de la razón”.

      Sobre todo ello podemos volver a reflexionar juntos no obstante en la tercera edición del ciclo Pensar la Ciudad, que a partir de este mes de marzo vuelve a poner en marcha el Ateneo Cultural “Jesús Pereda” de Comisiones Obreras. Después de que en las dos entregas anteriores nos centrásemos en el plano teórico general de las ciudades primero y luego en el territorio, corresponde en este año atender a los sujetos, es decir, a ciudadanos y ciudadanas, a aquellos que hacen o debieran hacer de la ciudad un espacio de encuentros e intercambios, hospitalario y activo.

     Y en tal sentido es donde volvemos modestamente sobre el Cafetín u otros espacios extintos de la ciudad de León, cada cual tendrá el suyo propio y nadie discutirá aquí el valor que se le otorga. Pero para muchos de nosotros ese café guardaba en su interior el eco de más de treinta años de vida, que ya es decir. Guardaba, que uno recuerde, las melodías de Los Platis y del Cometa Errante; los versos encadenados con orujo de toda la poesía que en esos años se ha escrito o leído en voz alta a horas intempestivas; los mejores carajillos del entorno en compañía inolvidable; las hostias de la policía posfranquista contra los primeros universitarios locales con denominación de origen; los muertos televisados del estadio Heysel el 29 de mayo de 1985; el filo de navajas que a punto estuvieron de sangrarlo para siempre; la sonrisa acogedora de Reina; las conversaciones y el sonido insoportable de los cubiletes del parchís; las fiestas de carnaval; la exposición de Sierra contra la guerra de Irak, contra todas las guerras; y los amores, por supuesto, lo único que permanece para siempre.

     Se nos reprochará que somos unos nostálgicos podridos y tal vez sea cierto. Pero con la nostalgia por peaje defendemos todavía la pervivencia de una identidad que desprecian los hacedores de ciudades con escuadra y cartabón, con adoquines idénticos aquí o allá, con plantillas y farolas intercambiables, con tan poco estilo en suma. Y con bares que se conciben sólo y también para el consumo, ignorando lo que los Deicidas nos enseñaron y hemos practicado con abnegada devoción: “bendito bar, bendito bar, donde aprendimos a esperar a la muchacha de las medias de cristal; bendito bar, bendito bar, nos acabó de amamantar como a huérfanos hambrientos por criar”.

Publicado en El Mundo de León, 13 febrero 2011

2 comentarios:

  1. Suscribo el golpe de nostalgia... y recuerdo también el Montecarlo, para unirlo a los bares que en esta ciudad han sido. (Y sí, también en El Cafetín vibramos con el 12-1 a Malta... ahora que estamos en la cima del balompié.)

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  2. La crisis realza tanto los excesos narcisistas de la arquitectura y su feria de vanidades, ocultos tras la burbuja del ladrillo, como el reguero de cadáveres con las persianas echadas que salpican las calles de las ciudades. Pero no solo la lógica capitalista del máximo beneficio económico explica esos cierres: muchas de estas bajas nacieron con defectos graves de construcción o de adecuación a su entorno. Según la última encuesta de salud, el 30% de la población afirma estar expuesta al ruido; y cerca de la quinta parte declara estar expuesta a la contaminación del aire y los malos olores.
    Me temo que eso de la "identidad de las ciudades" es materia tan literaria como volátil. Identidades y burbujas especulativas se inflan y desinflan ante los impotentes ojos de la gente. Otra cosa son las memorias en la ciudad (es el título de una guía de Buenos Aires que documenta cientos de señales de la dictadura argentina), que en este país se confunde con una máquina de conservar fachadas.
    La desregulación económica y social está promoviendo la derechización de las sociedades y un anhelo de seguridad, tanto económica y social como identitaria (causa del rebrote de los nacionalismos y de la extrema derecha). Tal vez esa nostalgia sea una de las manifestaciones de dicho anhelo identitario.
    O tal vez es que nos estamos haciendo viejos. Y que la gente tiene tantos objetos y tantos amigos y espacios virtuales que desprecia el significado concreto y la importancia de los espacios reales, los afectos reales y los objetos verdaderamente necesarios.

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