Un
tiempo hubo en que Europa era para los españoles algo así como un horizonte de
libertad; más tarde, un contrapeso de justicia para una legislación nacional
caduca o abusiva; finalmente, un itinerario de modernidad a través de sus
directivas, sus fondos estructurales y sus instituciones. Todo eso es pasado.
Hoy Europa, la “vieja Europa” en palabras del viejo George Bush hijo, es una
geografía extraviada que sólo mantiene un carácter nuclear cierto respecto al
mundo en su condición de eje permanente de la gran depresión. Nos lo había
advertido el sociólogo Alain Touraine al afirmar que la causa general de la
crisis, y no su consecuencia como algunos piensan, reside en la impotencia
económica, política y cultural de la sociedad europea y sus organismos: “Europa se encuentra sin proyectos, sin capacidad de
movilización y, sobre todo, incapaz de elaborar un nuevo modo de modernización
opuesto al que dio forma a su poder, y que no puede reposar sino en la
reconstrucción y la reunificación de sociedades polarizadas durante tanto
tiempo”. Quizá se deba a que nunca como ahora coincidió al frente de los
gobiernos europeos una colección de políticos tan mediocres o ensimismados, con
tan escasa carga de liderazgo y menor aún de cooperación, con unos rostros tan
grises. Y lo peor de todo, como se observa en los tratados de gobernanza, en
las reformas constitucionales o en la pérdida de soberanía presupuestaria de
los estados, es el “crecimiento negativo”, según expresión de los tecnócratas,
de cuanto constituye nuestro tuétano democrático. Sin olvidar que, desde que en
2010 se inició la penitencia de la austeridad y del ajuste, las trabajadoras y
trabajadores europeos somos más pobres, más desiguales y menos ciudadanos, y
que nuestro modelo social –ése que un día quisimos exportar- no va a ser
defendido en nuestro lugar ni por los países emergentes, ni por los tigres
asiáticos ni por el eterno amigo americano.
Publicado en La Crónica de León, 9 marzo 2012
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