Lo
que son las cosas: después de tantas vueltas como le andamos dando a los
diferentes ángulos del barullo al que nos han arrastrado, resulta que todo es
mucho más sencillo. Ha tenido que venir Cayo Lara a simplificar el puzzle:
“Defender la democracia es hoy un acto revolucionario”. Y es que, si se mira
bien y se amplia el foco, que es lo que procede para forjarse criterio, resulta
que la tormenta económica, la debilidad política y la incertidumbre social
desembocan en un mismo y proceloso mar, el de la democracia cada vez en mayor
riesgo. No se trata sólo de la democracia formal, que bastante cuestionada
aparece ya a causa del sistema electoral y de su usurpación por poderes
fácticos, sino también de sus aspectos más comunes e inmediatos a nuestras vidas
diarias. Por ejemplo, el adelgazamiento de la negociación colectiva, aparte de
otras intenciones, no es sino una muestra más de esa tendencia a la no
participación, a la no cooperación, al no ejercicio democrático en el ámbito de
la empresa. Lo mismo podemos decir de la profusión de decretos frente a la
anorexia de los proyectos de ley, de la tendencia a la concentración de medios
de comunicación o de la sustitución en numerosas materias del derecho de
consulta por el rodillo, si acaso, de la simple información. Se observa así
mismo en el desdén y la soberbia de las mayorías absolutas, que han venido a
suceder –quién sabe si para siempre- al espíritu del acuerdo y al afán de pacto
que tanto han contribuido al progreso social en este país. Incluso las formas son
cada vez menos formas, lo que quiere decir que en muchos casos los fondos son
también bastante lóbregos. De modo que tendremos que concluir esta reflexión
siniestra acudiendo de nuevo al muy lúcido y añorado Tony Judt, que vuelve a
advertirnos desde el otro lado: “podemos hallarnos en la nada agradecida
situación de que sea menos urgente imaginar mundos mejores que evitar los
peores”.
Publicado en La Crónica de León, 31 mayo 2012
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