Lo
peor de la conciencia no es que te persiga desde que se alcanza el uso de
razón, según la enseñanza judeo-cristianas que nos grabaron a fuego lento en
nuestra infancia. Eso duele, pero uno se acaba acostumbrando; lo mismo que a la
miopía o a los granos. No, lo peor es que la conciencia esté tranquila y, por
si acaso, proclamarlo. Es la señal más evidente de que algo va mal, de que hay
gato encerrado o de que huele a podrido. Conforme a la misma tradición
educativa, para el lavado de conciencias no había remedio más eficaz que el
confesionario, de donde uno salía limpio de polvo y paja. No importaba el
tamaño del polvo o de la paja: tres avemarías y como nuevo para volver a
empezar. Es lo que ocurre, me figuro yo desde el descreimiento actual, con
tanto fariseo de misa y procesión, cuyos vicios privados y virtudes públicas
sólo casan desde el punto de vista de la absolución divina. Pero, religiones
aparte, uno de los tópicos más manidos en estos tiempos de argumentos vacíos y
de cara dura es el de la conciencia tranquila. Son tantos los que presumen de
ello que uno se siente abrumado con su miopía, sus granos y su conciencia
alterada. La tranquilidad, por lo visto en las hemerotecas, es materia de alta
enjundia si se examina la nómina de sus detentadores. La tiene el Alcalde de
Valladolid al ser procesado por un supuesto delito urbanístico. La tiene María
Dolores de Cospedal ante las medidas –cualquier medida- tomadas por el
Gobierno. La tiene el ex consejero andaluz de empleo en el momento de su
ingreso en prisión por el asunto de los ERE. La tienen Baltasar Garzón y Carlos
Dívar indistintamente. Y hasta Alberto Contador frente a su presunto dopaje.
Todos declaran lo mismo, da igual el polvo o la paja. Es la prueba por antonomasia,
tanto como la negación de toda razón. Pues bien: si la miopía se opera y para
los granos está la limpieza de cutis, cuál es el sedante común que apacigua tal
gama de conciencias.
Publicado en La Crónica de León, 27 julio 2012
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