Blog de Ignacio Fernández

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viernes, 9 de agosto de 2013

Las malditas primaveras


     Hay versos que son como un certero cuchillo para la placidez de nuestra existencia. Entre los más afilados deberían incluirse los escritos por el Premio Cervantes del año 2009, el poeta mejicano José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”. Y tal vez sea así en verdad, aunque la contundencia de la lírica no siempre case fielmente con la letra pequeña de la modesta realidad. De hecho, entre los apocalípticos y los integrados, como los nombraría Umberto Eco, se extiende todo un álbum de comportamientos que demuestran que no siempre se produce un resultado fatal y plano. Incluso hay quienes mantienen una continuidad, lírica también, asombrosa; Serrat, sin ir más lejos: una canción suya se hace eterna, casi sin enmienda, merced al simple truco de temporalizar su estribillo, desde el Ara que tinc vint anys hasta Fa vint anys que tinc vint anys para desembocar finalmente en Fa vint anys que dic que fa vint anys que tinc vint anys. El resto del contenido no le merece enmienda alguna, tal vez porque no le haga ninguna falta.

     En fin, escriban lo que escriban los poetas y con el respeto que nos merecen, es cierto que la primavera engaña. También la de nuestras vidas. Seguramente no hemos cambiado el mundo, tal y como pensábamos entonces, y con bastante probabilidad será el mundo el que nos habrá cambiado a nosotros. Otra cosa es hasta qué grado, hasta dónde llega el desclasamiento y las renuncias que eso comporta. Y lo mismo ocurre con las primaveras revoltosas tan de moda en la historia más reciente, esos estallidos de color y de rebeldía que se veneran desde la distancia y que al final resultan tan efímeros como la luz y la ebullición de la primavera estacional. Siempre fue ésta una estación condenada a generar tanta ilusión como resultados frustrantes, desde mayo del 68 hasta la primavera de Praga o la revuelta de la Plaza de Tiananmen en 1989, todos ellos acontecimientos floridos donde los hubiera. Por el contrario, sin entrar en valoraciones, no ha sucedido así con las llamadas revoluciones por antonomasia, sucedidas siempre en épocas del año mucho menos vistosas: julio para la revolución francesa, octubre para la soviética y enero para la cubana; incluso la batalla de Yorktown, colofón de la revolución independentista americana, tuvo lugar en el otoño de 1781.

     De modo que, junto a las curiosas prevenciones lingüísticas expresadas por otro poeta noble, Antonio Gamoneda, en este mismo soporte (http://tamtampress.es/2013/07/23/gamoneda-hay-que-tratar-de-socavar-mas-los-cimientos-del-neocapitalismo/), conviene también estar muy atento al calendario en estos años de transición hacia la edad poscontemporánea. Es verdad que vivimos y viviremos tiempos de rebelión más que de revolución; pero no tanto por el “carácter sangriento” de estas últimas, como señala Gamoneda, sino por lo primaveral de esos movimientos que, por otra parte, no dejan de estar terriblemente ensangrentados, según podemos constatar sobre todo en las llamadas primaveras árabes. Porque las cosechas y las vendimias corresponden a otras estaciones diferentes, mientras que la primavera apenas si es sólo un estadio pasajero hacia ese final, por más que nos perturben el juicio sus excesivos colores y aromas. En suma, contrariamente a lo opinado por Gamoneda, nos parece que ponderar la rebelión por sí misma, despreciando a la vez los términos revolucionarios, es como volver a la época de los jipis y sus alegres floripondios. Seguramente, a nadie mejor que a ellos podría aplicárseles los versos desoladores de José Emilio Pacheco.
Publicado en Tam-Tam Press, 11 agosto 2013

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