“Oh, nena,
esta ciudad te arranca los huesos de la espalda. / Es una trampa mortal, es una
llamada de suicidio. / Tenemos que salir mientras somos jóvenes / porque,
vagabundos como nosotros, nena, nacimos para correr”. Y, efectivamente, todo
empezaba a tener otra velocidad, otro ritmo: los jukebox envejecían y pronto
serían sustituidos por otras formas de consumo musical; las salas de juego se
caían a cachos y ni siquiera los nuevos inventos les devolvían atractivo; el
barrio enmohecía y se hacía preciso aventurarse en otras calles, en otras
ciudades, en otros mundos; y también nosotros, el grupo y sus individuos,
íbamos siendo diferentes, personalizando nuestros gustos e inquietudes. Sí, nos
habíamos echado a correr. Las costumbres y su banda sonora cambiaban por pura
necesidad vital. Cada época, cada instante de la existencia tiene su mito y sus
canciones. El paisaje se transforma y sus habitantes mudan con él. La década de
los setenta había dado de sí cuanto había podido, y esta serie que ha venido a
retratarla enfila también sus últimos cantables.
Bruce
Sprinsteen, salido de aquellos años, ha permanecido con nosotros sin embargo
como un signo de continuidad. Poco ha importado que unos nos fuésemos a la
universidad y otros eligiesen el mono azul ferroviario. Poco también que en los
bares triunfase la pantalla del televisor sobre todo otro artilugio o que en
las nuevas salas recreativas se impusiese una especie de hilo musical
adocenado. Poco así mismo que las calles y portales que habían sido escenario
de nuestras aventuras se fundiesen en negro como el final de algunas películas.
En esos años se había construido nuestra identidad musical a base de introducir
monedas en la ranura del jukebox y de seleccionar entre sus números y letras las
melodías que hoy dan testimonio de cuanto fuimos. Bruce, con su imagen ganada
también a través de los años, de los discos y de los conciertos, se convirtió
en algo así como el elemento que dio cohesión a todo aquello y lo ha prolongado
en lo que cabía esperarse. Poco importó, del mismo modo, que tuvieran que pasar
incluso décadas hasta que los más renuentes de entre nosotros terminaran por
hundirse también en sus espectáculos homéricos, esos maratones musicales que el
boss protagoniza y que nunca defraudan. Fue en Valladolid, no hace tanto.
Y, claro,
también en aquella desmembración intervenían los sentimientos que nos tejían a
otros cuerpos para toda la eternidad, fuese cual fuese su duración. No había
escapatoria. Cada oveja se iba con su pareja y las músicas se consumían en otra
comunidad y en otra intimidad mucho más aislada. Allí ya no había maquinitas
para reproducir melodías, aunque Bruce, de una manera o de otra, no dejase
nunca de sonar al fondo: “Porque, nena, yo sólo soy un jinete asustado y solitario,
/ pero tengo que averiguar como se siente. / Quiero saber si tu amor es
salvaje, / niña, quiero saber si el amor es real”.
Del álbum del
mismo título, Born to run vio la luz en 1975. Supuso algo así como la reescritura del
cantautor y ahí volvió a empezar todo. Quizá por ese motivo, a pesar de haberla
escuchado cientos de veces, todavía nos sigue emocionando. Nunca dejaremos de
ser unos sentimentales. http://www.youtube.com/watch?v=RqTLl68aUzg
Publicado en genetikarockradio.com, 11 octubre 2013
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