Blog de Ignacio Fernández

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domingo, 6 de octubre de 2013

Los lugares comunes del lenguaje


     Lo asombroso de esta sociedad poscontemporánea, que llaman también del conocimiento y de la comunicación, la de las generaciones mejor preparadas, es el desprecio más o menos generalizado por el lenguaje, es decir, por la herramienta que se supone esencial para el conocimiento, la comunicación y la mejor preparación. Al menos por lo que se observa en el área lingüística del español, que, dada la mundialización de usos y costumbres, en poco diferirá de otras de parecido rango.

     No se trata sólo de que acomodemos nuestros pensamientos a los limitados caracteres de un tuit, lo que convierte a ese pensamiento en un catálogo de eslóganes, fórmulas hechas y módulos ikea según una reducción bastante insoportable. No se trata tampoco de que nos dejemos llevar de un modo tan infantil como omnipresente, reconocido el dominio de las pantallas, por el aforismo de que una imagen vale más que mil palabras, lo cual es una auténtica falacia cuando la saturación de imágenes nos hace insensibles y en numerosas situaciones autistas ante otro tipo de señales. Tampoco nos referimos al triunfo de las redes dudosamente sociales, donde lo único común entre emisor y receptor es en la mayoría de los casos el canal, sobre el que se vuelca el verdadero y singular interés comunicativo.

     No, lo más terrible del empobrecimiento del lenguaje en esta época, aparte de lo antedicho, es el cansancio de pensar, o su directa negación, que se descubre detrás del vestuario de tópicos que adorna el mundo del periodismo y de la política, desde donde salta a la calle para convertirse –nunca mejor dicho- en moneda común. Es lo que lleva al Catedrático de Filosofía Moral y Política Aurelio Arteta a concluir que “vivimos del tópico como del aire que respiramos (…) Poner en solfa tan arraigadas muletillas sería como quitarnos nuestras andaderas: nos vendríamos al suelo”. Esto es, que nos sujetamos mediante lugares comunes y con ellos construimos nuestros discursos morales y políticos como si tal cosa, eludiendo el debate, la confrontación de ideas y la elaboración de opiniones frente a la frase hecha generalmente aceptada y adorada. Es la base que le ha permitido a Arteta editar un par de libros interesantes y necesarios: Tantos tontos tópicos y Si todos lo dicen… En ellos encontramos el inventario de ideas huecas, de prejuicios con apariencia y de sonoridades vacías que infectan el lenguaje de la moral, de la política y de la vida cotidiana por extensión. Algo de lo que nadie está libre por muy alerta que se pretenda estar. ¿Cuántas veces si no, para no decir nada, hemos hecho uso de frases como “Todas las opiniones son respetables”, “Condenamos la violencia, venga de donde venga” o “Respeto sus ideas, pero no las comparto”? Y, en fin, así sucesivamente hasta desvelar el cuerpo desnudo de nuestra expresión verbal sin consistencia.

     Lo cual que estamos ante la que posiblemente sea una de las principales calamidades de la edad poscontemporánea que nos ocupa: el creciente escaso valor otorgado al lenguaje, a su cuidado y a su defensa. Lo que no impide que, a pesar de ello, siga mostrándose vivo, audaz a veces y bello en otros momentos. Motivo último que permite al escritor Fernando Aramburu afirmar que “es admirable la fortaleza de la lengua española. Ha logrado sobrevivir al trato diario que le dispensan los españoles”. Seguramente y con las cautelas debidas, puede extenderse el corolario a cualquier otra lengua.


Publicado en Tam Tam Press, 5 octubre 2013

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