Lo asombroso de esta sociedad poscontemporánea,
que llaman también del conocimiento y de la comunicación, la de las
generaciones mejor preparadas, es el desprecio más o menos generalizado por el
lenguaje, es decir, por la herramienta que se supone esencial para el
conocimiento, la comunicación y la mejor preparación. Al menos por lo que se
observa en el área lingüística del español, que, dada la mundialización de usos
y costumbres, en poco diferirá de otras de parecido rango.
No se trata sólo de que acomodemos nuestros
pensamientos a los limitados caracteres de un tuit, lo que convierte a ese
pensamiento en un catálogo de eslóganes, fórmulas hechas y módulos ikea según
una reducción bastante insoportable. No se trata tampoco de que nos dejemos
llevar de un modo tan infantil como omnipresente, reconocido el dominio de las
pantallas, por el aforismo de que una imagen vale más que mil palabras, lo cual
es una auténtica falacia cuando la saturación de imágenes nos hace insensibles
y en numerosas situaciones autistas ante otro tipo de señales. Tampoco nos
referimos al triunfo de las redes dudosamente sociales, donde lo único común
entre emisor y receptor es en la mayoría de los casos el canal, sobre el que se
vuelca el verdadero y singular interés comunicativo.
No, lo más terrible del empobrecimiento del
lenguaje en esta época, aparte de lo antedicho, es el cansancio de pensar, o su
directa negación, que se descubre detrás del vestuario de tópicos que adorna el
mundo del periodismo y de la política, desde donde salta a la calle para
convertirse –nunca mejor dicho- en moneda común. Es lo que lleva al Catedrático
de Filosofía Moral y Política Aurelio Arteta a concluir que “vivimos del tópico
como del aire que respiramos (…) Poner en solfa tan arraigadas muletillas sería
como quitarnos nuestras andaderas: nos vendríamos al suelo”. Esto es, que nos
sujetamos mediante lugares comunes y con ellos construimos nuestros discursos
morales y políticos como si tal cosa, eludiendo el debate, la confrontación de
ideas y la elaboración de opiniones frente a la frase hecha generalmente
aceptada y adorada. Es la base que le ha permitido a Arteta editar un par de
libros interesantes y necesarios: Tantos tontos tópicos y Si todos lo dicen… En ellos encontramos el inventario de ideas huecas, de
prejuicios con apariencia y de sonoridades vacías que infectan el lenguaje de
la moral, de la política y de la vida cotidiana por extensión. Algo de lo que
nadie está libre por muy alerta que se pretenda estar. ¿Cuántas veces si no,
para no decir nada, hemos hecho uso de frases como “Todas las opiniones son
respetables”, “Condenamos la violencia, venga de donde venga” o “Respeto sus
ideas, pero no las comparto”? Y, en fin, así sucesivamente hasta desvelar el
cuerpo desnudo de nuestra expresión verbal sin consistencia.
Lo cual que estamos ante la que posiblemente
sea una de las principales calamidades de la edad poscontemporánea que nos
ocupa: el creciente escaso valor otorgado al lenguaje, a su cuidado y a su
defensa. Lo que no impide que, a pesar de ello, siga mostrándose vivo, audaz a
veces y bello en otros momentos. Motivo último que permite al escritor Fernando
Aramburu afirmar que “es admirable la fortaleza de la lengua española. Ha
logrado sobrevivir al trato diario que le dispensan los españoles”. Seguramente
y con las cautelas debidas, puede extenderse el corolario a cualquier otra
lengua.
Publicado en Tam Tam Press, 5 octubre 2013
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