Blog de Ignacio Fernández

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lunes, 4 de noviembre de 2013

Los conflictos territoriales del poder


     Cuanto más oscuros e inmateriales son los poderes que gobiernan nuestra existencia, mayor es la disputa por la ostentación de los poderes clásicos y residuales. Frente al triunfo inhumano de la globalización económica y de los mercados de todo tipo, incluido el de la carne, la universalidad e internacionalización políticas son ya ecos de otro tiempo. E incluso conceptos viejos como nación o estado son inexorablemente sustituidos por el de región, cantón o país (pequeño país en la mayor parte de las ocasiones). Así, metidos en tales disputas, los gobernantes pugnan por hacerse notar y acaparar espacio: unos reclamando independencia, otros legislando para la recentralización, todos ignorando antiguas consignas relacionadas con la participación y la democracia convertidas en banderas deshilachadas.

     Estamos en proceso de dibujar el nuevo mapa del mundo, las nuevas fronteras y los nuevos polos de poder. El lápiz lo maneja la mano de grandes multinacionales y entidades financieras, mientras la política se entrega cansinamente a la levedad del ser y se hace tan insoportable como en el título de Kundera. La ciudadanía contempla la televisión o se indigna en las plazas, lo que al cabo arroja casi idénticos resultados, pues la indignación o la contemplación por sí mismas no llevan a ninguna parte. Las burbujas viajan a través de las fibras ópticas sin ningún tipo de arancel entre los que se sumergen y los que emergen, que más pronto que tarde acabarán también sumergidos. Y todos espían a todos porque hace ya mucho tiempo que nadie se fía de nadie en esa reducción al absurdo. Por eso nos afanamos, no importa en qué dimensión, en salvaguardar ligeros reductos de dominio privado con el ingenuo objetivo de creernos a salvo del otro –una vez más el otro sartreano-, como si los otros no fuésemos nosotros mismos reflejados en un espejo irreal.

     Durante muchos años de nuestra vida, algunos de nosotros hemos mantenido la certeza, junto a H. G. Wells, de que “nuestra verdadera nacionalidad es la humanidad”. Posiblemente, ni siquiera esto pueda sostenerse ya ante el desbarajuste. O al menos debería ser puesto en cuarentena para no hundirnos en la inopia. Tan noble ideal habrá de ser reducido a lo inmediato para no ser simplemente materia religiosa, y así, repensarlo y redefinirlo en ese otro mapa de la sencillez desde el que reinventar el paisaje. Empezando por lo que está a mano, por la escuela, por el barrio, por el concejo que pretenden eliminar, por el poco trabajo, y siempre en el contorno de lo común, de lo público, de lo que no es patrimonio de un poder único e insensible, de lo que no es privacidad onanista. Tendrá que ser, o no será, en ese campo de juego donde se construyan las nuevas  organizaciones, tan necesarias como lo fueron las tradicionales, para entrar –porque hay que entrar necesariamente- en la porfía por el poder.

     Y, en fin, lo terrible de estas tensiones es la miopía con la que a veces se afrontan. Por ejemplo, todos parecemos alarmados por el caso catalán (o el escocés, o el bávaro, o el quebecqués, no importa) porque seguimos pensando como herederos de un mapa-mundi escolar que ya no existe, mientras que en nuestra inmediatez se toman decisiones y se dictan leyes en contra de la célula madre de nuestra ciudadanía y de nuestra democracia: los municipios. Ésa es también en este país una pugna eterna de poder de la que no deberíamos ser ajenos, porque a los neutrales, según Unamuno, sería mejor llamarles neutros.


Publicado en Tam Tam Press, 3 noviembre 2013

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