Cuanto
más oscuros e inmateriales son los poderes que gobiernan nuestra existencia,
mayor es la disputa por la ostentación de los poderes clásicos y residuales.
Frente al triunfo inhumano de la globalización económica y de los mercados de
todo tipo, incluido el de la carne, la universalidad e internacionalización
políticas son ya ecos de otro tiempo. E incluso conceptos viejos como nación o
estado son inexorablemente sustituidos por el de región, cantón o país (pequeño
país en la mayor parte de las ocasiones). Así, metidos en tales disputas, los
gobernantes pugnan por hacerse notar y acaparar espacio: unos reclamando
independencia, otros legislando para la recentralización, todos ignorando
antiguas consignas relacionadas con la participación y la democracia
convertidas en banderas deshilachadas.
Estamos
en proceso de dibujar el nuevo mapa del mundo, las nuevas fronteras y los
nuevos polos de poder. El lápiz lo maneja la mano de grandes multinacionales y
entidades financieras, mientras la política se entrega cansinamente a la
levedad del ser y se hace tan insoportable como en el título de Kundera. La
ciudadanía contempla la televisión o se indigna en las plazas, lo que al cabo
arroja casi idénticos resultados, pues la indignación o la contemplación por sí
mismas no llevan a ninguna parte. Las burbujas viajan a través de las fibras
ópticas sin ningún tipo de arancel entre los que se sumergen y los que emergen,
que más pronto que tarde acabarán también sumergidos. Y todos espían a todos
porque hace ya mucho tiempo que nadie se fía de nadie en esa reducción al
absurdo. Por eso nos afanamos, no importa en qué dimensión, en salvaguardar
ligeros reductos de dominio privado con el ingenuo objetivo de creernos a salvo
del otro –una vez más el otro
sartreano-, como si los otros no fuésemos nosotros mismos reflejados en un
espejo irreal.
Durante
muchos años de nuestra vida, algunos de nosotros hemos mantenido la certeza,
junto a H. G. Wells, de que “nuestra verdadera nacionalidad es la humanidad”.
Posiblemente, ni siquiera esto pueda sostenerse ya ante el desbarajuste. O al
menos debería ser puesto en cuarentena para no hundirnos en la inopia. Tan
noble ideal habrá de ser reducido a lo inmediato para no ser simplemente
materia religiosa, y así, repensarlo y redefinirlo en ese otro mapa de la
sencillez desde el que reinventar el paisaje. Empezando por lo que está a mano,
por la escuela, por el barrio, por el concejo que pretenden eliminar, por el
poco trabajo, y siempre en el contorno de lo común, de lo público, de lo que no
es patrimonio de un poder único e insensible, de lo que no es privacidad
onanista. Tendrá que ser, o no será, en ese campo de juego donde se construyan
las nuevas organizaciones, tan
necesarias como lo fueron las tradicionales, para entrar –porque hay que entrar
necesariamente- en la porfía por el poder.
Y,
en fin, lo terrible de estas tensiones es la miopía con la que a veces se
afrontan. Por ejemplo, todos parecemos alarmados por el caso catalán (o el
escocés, o el bávaro, o el quebecqués, no importa) porque seguimos pensando
como herederos de un mapa-mundi escolar que ya no existe, mientras que en
nuestra inmediatez se toman decisiones y se dictan leyes en contra de la célula
madre de nuestra ciudadanía y de nuestra democracia: los municipios. Ésa es
también en este país una pugna eterna de poder de la que no deberíamos ser
ajenos, porque a los neutrales, según Unamuno, sería mejor llamarles neutros.
Publicado en Tam Tam Press, 3 noviembre 2013
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