Nada es más
conservador e inmovilista que el sentido común. Solía acudirse a él para hacer
valer, dentro de una argumentación, los conocimientos y las creencias
compartidos por una comunidad y considerados como prudentes, lógicos o válidos.
Parecía un recurso razonable. Sin embargo, en estos tiempos nuestros de pereza
lingüística y mental, ha acabado convertido en un tópico que esconde la
voluntad de no debatir, de no contrastar ideas, de no entrar en polémicas y vamos
a llevarnos bien. Aunque ese llevarnos bien acabe siendo una imposición o una
huida. Tan banal procedimiento retórico lleva, entre otras cosas, a que todos
nos agarremos al común sentido, no importa que las orientaciones sean
contrapuestas, para zanjar un asunto y no se hable más. A él invocan por igual
últimamente los que legalizan el consumo de marihuana y los que se muestran
contrarios; de él se sirven así mismo los forofos de los toros y los
antitaurinos; con él conviven sin problemas los que defienden lo inmarcesible
de la Plaza del Grano y los que la quieren restaurada. Y lo que suele suceder
en estos casos donde triunfan los lugares comunes es que, por lo general, el
poder, sea el que sea, acaba consolidando su posición de privilegio por puro sentido
común.
Lo mismo ocurre
con otras muletillas aparentemente inocuas que jibarizan nuestra comunicación: todas
las ideas son válidas, respeto tus opiniones pero no las comparto, no entremos
en política… y así sucesivamente. Es el
reino de lo simple, al que colabora también de un modo decisivo el despliegue
de titulares con el que conformamos la mayor parte de nuestros pareceres. Claro
que, con semejante armazón, no es extraño que se trate más bien de veredictos.
Sobre todo si nos expresamos en perdigonada, otro vicio bastante corriente, y
decimos los sindicatos, los periodistas, los políticos, los empleados
públicos… en un afán de reducir la
existencia a un elemental común denominador, pariente cercano por otra parte
del tan perjudicado sentido común.
Publicado en La Nueva Crónica, 14 enero 2014
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