Entrados
en tiempos electorales, que habrán de durarnos algo más de un año en
circunstancias normales, quien más quien menos hace sus cálculos de
posibilidades y selecciona temario para predicar en busca de frutos. Mas,
conocidos y padecidos los males que atravesamos, sin viso alguno de cura, lo
más recurrente es volver sobre las fronteras, los pendones y el espíritu
nacional a la antigua usanza.
En
ello estamos, como se va viendo, y no sólo por el laberinto catalán, que tiene
su enjundia. No, desde Suiza a Melilla y desde Escocia a Igeldo, pasando todos
por el Condado de Treviño, una fiebre vuelve a recorrer Europa. Y la fiebre,
como sabemos, sólo es la exteriorización del virus o de las bacterias que han
invadido nuestro cuerpo. En lo que nos ocupa, el mal no es otro que la ausencia
de discurso político cargado de razones lógicas. Y cuando no hay razonamiento
nada mejor que acudir a la sinrazón de lo intangible, de lo sentimental, de lo
que no es posible soportar con argumentos. En tal caso, el resultado es
ensimismarse y arrojar sobre el otro la alforja de nuestras desdichas. En eso
se resume el actual nacionalismo, tenga la dimensión que tenga.
Tampoco
por estos páramos andamos sobrados de ese vicio, aunque entre nosotros se le
añade un factor melancólico no menos enfermizo. Para el mes de mayo se anuncia
la ambiciosa reedición de una gran manifestación autonomista celebrada en 1984.
Se dice que ahora es para conmemorar, si se permite la expresión, treinta años
de injusticia con estas tierras. Y no digo yo que no sea así, aunque de
inmediato me asalta la duda de si esas injusticias ocurrieron sólo de un la do
de la raya que separa Albires de Mayorga, pongo por caso. Es decir, dónde
situamos la aduana de la injusticia, en qué lado enarbolamos la bandera y en
cuál otro no, qué hacer con los extranjeros que no son naturales de mi barrio.
Debe
ser que, a pesar de haber estudiado el muy antiguo bachillerato, me falla algo
en la formación del espíritu nacional.
Publicado en La Nueva Crónica, 25 febrero 2014
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