Blog de Ignacio Fernández

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viernes, 7 de marzo de 2014

El valor y el precio (del trabajo)


     Con motivo del 75 aniversario del fallecimiento de Antonio Machado, cumplido el pasado mes de febrero, un proverbio no casual se nos hizo presente: “Todo necio confunde valor y precio”.

     Es verdad que esa sentencia mantiene su validez para explicar algunas de nuestras miserias actuales, en particular el suceso de la burbuja inmobiliaria que ha liquidado para muchos años el sector de la construcción y ha arruinado a numerosas personas. Cuestión de necedad o estafa directa, poco importa ya salvo para procesar a los responsables si fuera posible. Lo relevante, para entender en parte lo sucedido, es precisamente la falta de correspondencia entre el valor y el precio. Este binomio explica también muchos otros desvíos mercantiles que, por lo general, benefician a unos pocos y perjudican a gran parte de la población. Y en eso se basa, simplificando, la economía financiera que se ha enseñoreado del mundo actual.

     En suma, el equilibrio entre estos dos términos parece muy aconsejable para la buena marcha de las sociedades y por ese motivo se producen incluso oportunas regulaciones y controles de precios, como debiera ocurrir por ejemplo con los productos de primera necesidad en estos tiempos difíciles para aislarlos de cualquier forma de especulación. El problema nace cuando uno y otro, valor y precio, se hunden irremediablemente y a la par para condenar aquello a lo que están referidos. Eso ocurre en esta época oscura con el trabajo, devaluado y depreciado hasta extremos casi insoportables.

     La raíz de este proceso hay que buscarla bastante atrás, no es asunto sólo de estos días. “Desde 1970 –señala el filósofo Zygmunt Bauman- se ha liberalizado el trabajo, las ventajas de los convenios colectivos desaparecieron y también la solidaridad entre los trabajadores. Ahora solo hay competencia: el compañero es el enemigo en potencia ante el riesgo de un despido". En suma, escasa valoración del trabajo, convertido en selva y en mercado franco, y escasa dignidad vía salarial, al haber apoyado sobre la reducción de sueldos todo los objetivos de productividad y competitividad. Si a todo esto le añadimos el contexto actual de crisis que todo lo justifica, evidentemente el resultado no es otro que el amplísimo desprestigio del factor trabajo, por más que todos disputemos por un empleo, puesto que tenemos la grosera costumbre de comer a diario.

     Pero hay más. Al margen de reformas laborales contraproducentes (1.354.700 empleos se han perdido durante el bienio que lleva vigente la última) y de devaluaciones salariales salvajes sobre todo a partir de 2009, poco o nada ayuda la pedagogía gubernamental a valorar el trabajo. Más bien todo lo contrario. Su énfasis cansino en que los emprendedores nos sacarán de ésta, precedido años atrás por la quimera empresarial al alcance de cualquiera, ha convertido el trabajo asalariado en algo residual dentro del pensamiento colectivo. Esto es lo más grave a nuestro modo de ver, pues es evidente que más fáciles son las fluctuaciones de precios que el valor propiamente dicho de las cosas. Lo primero es economía; lo segundo, sociología. Y si aquella está entregada a sepultar el factor laboral, la segunda lo condena a la más absoluta desconsideración por mucho tiempo. Difícil panorama, pues, cuando hasta el más iletrado en estas materias sabe que sólo a través del impulso generoso de trabajo asalariado acabaremos con males de nuestra sociedad que empiezan a ser pandémicos. Sobre él se apoya no sólo el presente de las personas, sino también su futuro materializado en las pensiones.

     Aunque este proceso, bien mirado, no puede ser fruto sólo de la necedad; no es posible que no persiga algún objetivo; no hay gentes pensantes dedicadas a ello para resultar tan simples. No, lo más probable es que detrás de todo resida aquello de lo que en verdad no se quiere hablar: el fin del trabajo, según título del sociólogo y economista Jeremy Rifkin. Y éste sí que es un problema más que circunstancial, ligado a un periodo de crisis o de valores confusos. La coincidencia en esta edad de un planeta con recursos muy limitados, una demografía descontrolada, una desigualdad creciente y una tecnología que mejora los procesos productivos sin necesidad de mano de obra, nos presentan una realidad totalmente nueva donde lo de menos casi es el valor y el precio. Sobre esto convendría actuar antes de que se haga de noche.
Publicado en Diario de León, 8 marzo 2014

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