A
los habituales ropajes de tuno, de papón o de cualquier birria descerebrada con
la que se envuelven quienes desconectan de la soltería (y de sus propios
cerebros), se une en época estival todo tipo de mascaradas que nos confirman
que vivimos en tiempos de simulacro.
Es
llegar el verano y un sinfín de individuos disfrazados de lo que sea y no
siempre con buen gusto se dispersa por todo el territorio: caballeros
templarios, legionarios romanos, mercaderes medievales, señores y damas
feudales, juglares y maestros de la cetrería, soldados napoleónicos, corsarios
y vikingos, brujos y brujas, reyes y reinas (estas últimas, por lo general,
suelen serlo tan solo de sus festejos)… todo ello con un barniz histórico y
teatral, donde no queda claro cuál de ambas cualidades predomina. O, bien
mirado, tal vez ninguna de las dos. Mientras tanto, sin plantearse nada más,
los gobiernos municipales están encantados de acoger esta suerte de shows y los
pregonan a los cuatro vientos para captar espectadores y consumidores, que no
se disfrazan pero que resultan imprescindibles para el negocio.
Un
negocio es en suma, además de un show más bien infantil. Un parque temático sin
atracciones de feria, un carnaval perpetuo sin sentido alguno las más de las
veces y una presunta tradición, con excepciones honrosas, que no deja de ser un
puro invento de los hosteleros del lugar, disfrazados en su caso de filántropos
y benefactores de la vecindad. Todos somos muy dados al fingimiento y a la
farsa; todos, especialmente en la infancia, participamos de una tendencia
natural a disfrazarnos, a ser otros, a crear ficciones sin otra pretensión.
Pero la institucionalización del disfraz es harina de otro costal.
Por
eso, en un mundo mentiroso como el que nos ha tocado, a nadie extraña este
desenfreno de la falsedad como mera excusa para el jolgorio, que al cabo es de
lo que se trata. Esa mezcla de juerga y simulación expresa bien a las claras
hasta que límites llega (y supera) nuestra politoxicomanía.
Publicado en La Nueva Crónica, 18 junio 2017
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