Años
atrás, nadie se hubiera referido a las vacaciones como un periodo para
desconectar. ¿De qué o cómo?, se hubieran preguntado. Ahora, sin embargo, en
este reino de frases hechas, el tópico se repite sin pausa y sin reflexión
alguna, sin caer en la cuenta de la falsedad del mismo, conformados y contentos
con su insistencia como si la realidad no fuera exactamente la contraria.
Porque la vacación, tal y como se la dirige en la actualidad, no es en el fondo
más que la supina confirmación de nuestras conexiones con el guión
preestablecido. También en él están escritos los viajes, los aeropuertos, los
festivales, los hoteles, las casas rurales, las paellas sospechosas, las playas
y las tarjetas de crédito que financian esa ilusoria desconexión.
Más
aún si uno elige, por ejemplo, la ciudad de Vigo para llevar a cabo esa
presunta interrupción en el sistema, soñando quizá con que las Islas Cíes son
todavía las Islas Cíes y no una romería debidamente controlada. Y más, qué le
vamos a hacer, si nos damos de bruces en una rotonda con una gigantesca
pantalla circular, a la que su alcalde llama obra de la modernidad y que otros
portavoces oficiales explican como una forma de humanizar el entorno urbano.
Desde luego, en el mundo de las corporaciones municipales siempre cabe la
posibilidad de empeorar en términos de estupidez, por más que el listón nos
parezca insuperable. ¿De verdad se puede desconectar de algo ante una pantalla
semejante u otras que nos asaltan en cualquier rincón del mundo? Pronto los
cementerios dispondrán de wifi.
Si
bien se piensa, sólo hay dos espacios ajenos en verdad a todo enlace mecánico o
electrónico, y son los mismos que perduran desde el principio de los tiempos:
la faena en el huerto o en el jardín apartados y la lectura en el sillón
orejero. Todo lo demás son pamplinas o invenciones del mercado. Este último en
particular conoce como nadie nuestro afán por desconectar y pone a nuestro
servicio, previo pago, todo un sinfín de vistosas conexiones.
Publicado en La Nueva Crónica, 23 julio 2017
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