Pensamos
con ingenuidad que nuestros problemas proceden de lo inmediato y apenas si
prestamos atención a vendavales que nos parecen ajenos pero que acaban por
arrastrarnos. Ocurrió así, hace diez años ahora, con las primeras tormentas de
la borrasca financiera general y no se quiso ver, al menos oficialmente, porque
a unos no interesaba y porque a otros les era más cómodo mirar hacia otro lado.
Hace
unos meses contemplábamos el conflicto de los estibadores como un mal ajeno a
estas tierras y a estas gentes de secano. Incluso comulgábamos con las
informaciones que nos presentaban a ese colectivo como privilegiado y nos
sentíamos cómplices del Ministro de Fomento cuando afirmaba, y mentía con ello,
que sus huelgas iban a mermar la productividad de nuestros puertos. Hoy los
datos dicen lo contrario y anuncian también la llegada de nuevos propietarios
para ellos, naturalmente poderosas empresas transnacionales.
Y
miramos, en fin, a los taxistas, que se andan partiendo la cara con los otros
parias empleados por los negociantes de los llamados VTC (vehículos de turismo
con conductor), sin reconocer en ello el olor del comercio internacional que,
como en el caso de la estiba, ha situado el transporte de mercancías y de
viajeros en su punto de mira y de beneficio. Es decir, nos negamos a entender
que los tratados internacionales de comercio perjudican claramente lo cercano y
benefician notablemente lo indefinido y distante.
Saben
los listos que no interesa tanto la especulación financiera, aunque continúe,
como la depredación comercial. Que aquello, como se demostró, provoca riesgos
incontrolables y que es mucho más fácil desregular otros sectores
imprescindibles para la vida cotidiana. El transporte, por ejemplo, pero
también la alimentación, la agricultura, la salud o los servicios. Hacia eso
apuntan sin pudor ese tipo de tratados, así los ratificados ya como los en vía
de negociación, y los taxistas o los estibadores son sólo sus primeras
víctimas. Se ha abierto la veda.
Publicado en La Nueva Crónica, 13 agosto 2017
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