Desde
los muros desmoronados de Quevedo, pasando por la depresión noventayochista,
hasta este octubre inquieto, España siempre ha padecido cíclicas crisis
existenciales nunca bien resueltas. Intentos ha habido con relativo éxito: las
constituciones de 1812, de 1931 y de 1978 lo fueron sin duda, aunque por
diversas razones ninguna de ellas solucionó adecuadamente el mapa. Aparte de
por otras causas, quizá porque el mapa, todos los mapas, es dinámico e
inestable. Y esto no sucede sólo al sur de los Pirineos, sino en el conjunto
del continente europeo donde, desde antiguo, chocan una y otra vez las tesis de
Kant y de Hegel, o lo que es lo mismo, la visión cosmopolita del primero y la
opción nacionalista del segundo.
Sabido
esto, que ya es pasado repetido y presente en fase de apolillarse, bueno sería,
para entender mejor lo que nos sucede y restarle dramatismo, observar la actual
crisis territorial española con perspectiva de futuro y saber que un día,
indeterminado aún, nada será como lo hemos conocido. De hecho, las tensiones
regionales son comunes en la actualidad y los estados tienden a adelgazar o
desaparecer para dar paso a entes superiores y menores: de la Europa de los
estados a la Europa de las regiones, ése parece ser el rumbo de los
acontecimientos y no sólo entre nosotros. Mucho tiene que ver en ello el choque
entre lo global y lo local.
Será
un fenómeno normal si no es violento, que casos habrá. Checoslovaquia, que
existió entre 1918 y 1992, se escindió en dos pacíficamente sin mayores
estridencias. Luego es posible. Como pudo serlo en Escocia con otro resultado
en su consulta. Lo que cabe preguntarse ante ese nuevo escenario es cuál será
nuestra aspiración como europeos, a lo que ha respondido el filósofo italiano
Roberto Esposito: “el pueblo futuro de Europa sólo puede nacer del cambio de
las relaciones de fuerza entre los que retienen la riqueza y los que deben
contentarse con las migajas”. Sean estados, regiones o lo que deseen ser
democráticamente.
Publicado en La Nueva Crónica, 8 octubre 2017
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