Al
lado de la posverdad y de las fake-news, conceptos y procederes tan en
boga, se mantiene perenne otro elemento perturbador de la comunicación al que,
de tan acostumbrados, no le prestamos
prácticamente atención: el ruido. Nos enseñaron que así se denominaba a la
interferencia que afecta al proceso comunicativo, desde la afonía del hablante
a una letra poco clara o a la distorsión de la imagen en un vídeo, por citar
algunos ejemplos. Lo novedoso de la utilización del ruido en la actualidad, lo
que lo asimila con los términos arriba citados, es que en muchos casos no se
trata ya de un fenómeno accidental no intencionado, sino de una actuación
destinada a generar aún mayor confusión en los receptores de un mensaje.
Sucede
así que el ruido se ha hecho constante y atenta contra cualquier afán de
comprensión de la realidad, hasta convertirse en el complemento ideal de las
mentiras y falsedades que se nos transmiten a través de todo tipo de canales.
La propia sobreinformación es el mayor de los ruidos: saturar, además de
confundir, es la fórmula más adecuada para provocar la desconexión y, en
consecuencia, el desentendimiento. O el alelamiento, que es también otro fin
perseguido con estos mecanismos nada inocentes. De este modo, frente a la
llamada sociedad de la información y del conocimiento, se alza poderosa la
estrategia del alboroto y de la idiotez, que al cabo es tan definidora del
mundo de hoy como aquélla.
Así
pues, conviene, para ser juiciosos y tener criterio, apartarse sí de las
falacias, pero también del envoltorio estruendoso con el que son vestidas.
Asistimos a sucesos históricos relevantes que van a condicionar nuestras vidas
y las de generaciones futuras. Ya hemos visto en los casos del brexit o de algunas elecciones políticas
la enorme capacidad de esos instrumentos para crear opinión y mover voluntades.
Seamos cautos, pues, y escuchemos con reflexión. De lo contrario, nos
convertiremos en una ciudadanía insensible, que en el fondo es lo que
pretenden.
Publicado en La Nueva Crónica, 29 octubre 2017
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