Que no eran así antes, que eran
mucho peores, dicen, los inviernos. Y, sin embargo, la paradoja reside en que
uno los recuerda cálidos como cálida era seguramente aquella juventud a la
intemperie. No digo la infancia de sabañones y pantalón corto, también
callejera, una época mucho más cruel que en el caso de Santos, recordaba a
menudo, fue corta por fortuna porque corta fue la carrera futbolística a la que
aspiraba un miope con afán de guardameta. No, me refiero a la juventud huidiza
de la casa paterna y arrojada a las calles para sobrevivir sin importar
estación o calendario.
Casarse a los 19 años, como hizo
usted con John Barry, no formaba parte de nuestros planes ni era la fórmula
elegida el matrimonio para emanciparse de nada en aquellos momentos. Pero no la
juzgo, bien lo sabe; hasta aquellos tres años suyos con él anidan a mi juicio
en sus éxitos como compositor de bandas sonoras. Y, de no ser así, me da igual,
francamente. Incluso la imagino a usted tarareando los acordes de Midnight Cowboy,
que ya es imaginar, la primera pieza con la que nos asomamos al catálogo de
Barry. Precisamente en él, como en otros, y en las imágenes que envolvían
aquellas melodías habitaba buena parte del secreto para combatir los inviernos
dicen que mucho más severos que los de ahora.
Y seguramente era así porque hace
años que no he vuelto a pisar una sala de cine. No necesito ya ese espacio ni
para refugiarme ni para formar parte de ninguna tribu. Entonces sí. Porque
había inviernos en verdad nivosos y porque existíamos en lo tribal más que en
los soliloquios. Y porque había películas de comunión obligatoria, por
supuesto, que reclamaban puestas en común pedantes a continuación. Entre todas
ellas, las películas francesas, que nos dejaban a Santos y a mí estupefactos, La genou de Claire o
cualquiera que interpretase Jean-Louis Trintignant, para acabar rindiéndonos
sin embargo, como tantos otros, a la genialidad de Bogdanovich cuando pudimos
ver The Last Picture Show.
Bromeaba Santos con que rodillas como las de Claire eran más que posibles en
Palomares, donde la hierba crecía lenta como en las películas de Rohmer, pero a
quien no habría manera de encontrar allí era a Cybill Shepherd y a aquellos
muchachos atribulados de Anarene. Y en cuanto a Trintignant, no sé bien, quizá
lo único que hubo en nosotros fue una especie de nostalgia por anticipación,
como años más tarde escuchamos en la canción de Vincent Delerm: “es
un poco decepcionante / Deauville sin Trintignant”.
De tal manera que nuestra agenda
invernal era saltar de cineclub en cineclub y de sesión continúa en sesión
golfa con tal de estar abrigados entre butacas. Las programaciones, las salas,
las formas de ver películas entonces nos lo permitían. Además, si los cines
ocupaban locales destacados en el centro de las ciudades era porque se trataba
también de una actividad social, más aún en una ciudad de provincias, y no un
simple elemento más del ocio comercial, como me cuentan que sucede ahora. Era
hermoso pasear por las calles y que, de repente, te asaltase un enorme cartel
en la fachada de una de aquellas salas legendarias. Como nos ocurrió a Santos y
a mí paseando por el Barrio Latino con el anuncio de Passion de Godard. Fue en
nuestro segundo viaje, en el año 82, si recuerda. Aquel verano en que nos entretuvimos
los dos buscando inútilmente a Angelita por las boutiques y los cafés de
Saint-Germain. No dimos con ella pero, a cambio, nos encontramos con la imagen
poderosas de Hanna Schygulla, a la que seguramente no habíamos prestado
suficiente atención y desde entonces decidimos venerarla por los siglos de los
siglos. Le confieso, madame, que ahí tuvo inicio mi infidelidad y, como usted
no ignorará, empecé a dejarme querer por la lengua alemana. Ya sé, ya sé que
fue usted misma la que me advirtió de que Hanna residía también en París desde
el año anterior. Exactamente desde el mes nivoso de 1981, lo que celebro con
esta carta que por mes semejante hoy le envío. Afectuosamente.
Publicado en Tam Tam Press, 18 enero 2018
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