Tengo para mí, madame, que el
visitante es siempre una víctima de la casualidad. Que por mucho que programe
su viaje y procure atar todos los cabos de su itinerario, el azar le reserva
obstinadamente una circunstancia que lo liga sin remisión a los lugares adonde
llega. Eso me ocurre a mí, nos ocurrió a Santos y a mí mientras él pudo
disfrutarlo, con la lluvia y la ciudad de París. La lluvia en todas sus
expresiones y en cualquier estación; también, por supuesto, en este mes
pluvioso que ha vuelto a desbordar el Sena, lo que nos hubiera impedido
refugiarnos, como solíamos hacer, bajo el último de los arcos del Pont Neuf, donde años
más tarde paseara Juliette Binoche su decepción amorosa y su enfermedad. Ni lo
uno ni lo otro nos llevaba a nosotros hasta ese rincón; sólo los aguaceros y
otros diluvios.
Así fue, naturalmente, en aquel otro
pluvioso de 1982, cuando habíamos desembocado en la ciudad por segunda vez, en
pos entonces ya no de usted, sino de Angelita. Fue una nueva construcción fabulosa
de las que tanto gustábamos y una excusa para deambular sin rumbo por esas
calles con la intención de un encuentro imposible. Ya le he explicado en cartas
anteriores que, aparte de lo que uno hereda, nuestra obligación como individuos
es construir la propia mitología y compartirla incluso, como fue el caso y como
lo es ahora con nuestra correspondencia. A mí me había llegado aquella muchacha
de boca de un compañero del bachillerato, de la que había sido pretendiente y
que acabó por dejarle a él y a sus tierras zamoranas de origen para emigrar al
norte de los Pirineos. Supe de ella lo que él me había contado, que seguramente
era tan platónico como lo que yo imaginaba, y solo la conocí a través de una
fotografía, supongo que real, que ella le había enviado, ya instalada en París,
tomada en el atrio de Notre Dame. Sobre esa imagen y sobre esa historia
bautismal construimos los demás, huérfanos de imágenes y de historias
similares, nuestra propia novela y la extendimos mucho más allá del entorno
primero. Tanto es así que todavía hoy persevera en ello el último guardián del
relato, mi psiquiatra, que acostumbra a brindar todavía por Angelita sin
mayores explicaciones a la parroquia.
Así que bajo los chubascos recorrimos
en aquella ocasión el callejero parisino, desde el atrio fundacional hasta las
aceras entonces turbias del Faubourg Saint-Denis, atravesando un Marais más
discreto que el actual o husmeando cafés y boutiques en Saint-Germain. Poco
importaba que se nos apareciera o no la idealizada desconocida. En verdad,
nosotros perseguíamos a medias los paisajes y los seres que habíamos conocido
antes tanto en Españolas
en París como en las canciones de Jacques Dutronc. Y
santificábamos de paso otros mitos, otros enclaves sagrados de la ciudad, con
cuyo esplendor pensábamos deslumbrar al catálogo completo de nuestras amistades
provincianas. Hasta ese punto éramos ilusos y pueblerinos.
Santos no quiso, como había ocurrido
el año anterior, acercarse a la rue Verneuil. Yo sabía, aunque nunca lo
comentamos, que en aquella ocasión primera tampoco él había podido estar con
usted, que se lo había inventado, que usted ya no vivía allí con Lucien y que,
por tanto, su pose fue eso, simple pose. Pero no quise romper ni una sola pieza
de la porcelana que atesorábamos, a veces a solas, a veces uno al lado del
otro. Fíjese usted que yo no me atreví a asomarme a esa dirección hasta muchos
años después, cuando ya todo era sombra de lo que fue. Ni siquiera el
fallecimiento de Gainsbourg,
cuando ya Santos se había ido también, animó en mí como en otros ni una peregrinación
a los sagrados lugares ni una muestra de emoción. Es curioso, la única pérdida
reciente que ha motivado mis lágrimas al conocerla ha sido la muerte, hace poco
más de un año, de Leonard
Cohen. Será cosa de que voy haciéndome mayor, momento en que la
lluvia se asoma también con facilidad a los ojos.
En fin, con usted malgré tout.
Publicado en Tam Tam Press, 13 febrero 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario