El
lenguaje, que no es culpable por sí solo de sus pecados, se envenena con
ciertos usos y acaba, en el mejor de los casos, desnudando sus significados y
convirtiendo las palabras en mero signo eufónico o en comodín indiscriminado.
Sucede así, más y más, con esa expresión tediosa que consiste en convertir a
alguien en referencia de algo
mediante una fórmula que no supone ningún esfuerzo ni dice gran cosa y vale
tanto para un roto como para un descosido.
Es
común. Sucedía ya con el término lacra,
generalizado para toda especie de condena, o con expresiones del tipo “todas
las ideas son respetables”, una afirmación que, si se piensa, resulta bastante
dudosa. Suele ser, para empezar, la comunicación pública y sus empobrecidos
oradores quienes echan mano de estos latiguillos, que luego, también sin gran
vigor, se encargan de difundir los medios de comunicación hasta generalizar
tales modales lingüísticos. Finalmente, los hablantes, a fuerza de escucharlos,
los repite como si de un estribillo se tratara hasta el aburrimiento. Es decir,
hasta su total consumición y pase a mejor vida.
Pero
no es una cuestión de modas. Siempre hubo, es verdad, palabras que se pusieron
de moda y, como tales, fueron efímeras aunque triunfadoras. Como efímeros y
triunfadores fueron seguramente sus referentes. Piensen ustedes, por ejemplo,
en el spleen romántico o el elegante dandi. A diferencia de estos términos,
hoy en desuso, los comodines no designan sino que eluden significar, esto es,
carecen de afán comunicador y se salen por la tangente para no forzar nuestra
menguada capacidad verbal. Que al cabo es de lo que se trata. Aunque, eso sí,
los utilizamos como fórmulas aparentemente cultas o con valor añadido. Como esa
insoportable “hoja de ruta”.
Así
que ser referente no es una incorrección, es más bien una pesadez con la que
nos castigan en casi todos los ámbitos públicos. Más todavía cuando ya nadie
pide referencias, sino que consultan nuestros metadatos o nuestro perfil en
redes sociales.
Publicado en La Nueva Crónica, 4 febrero 2018
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