No
es nada nuevo, a pesar de que los formatos actuales y el eco en las pantallas
lo muestren a nuestros ojos como un fenómeno casi exclusivo de estos tiempos.
Al contrario, ya el refranero y el repertorio de dichos se nutren de expresiones
que confirman que lo de espiar es antiguo como la vida: que hay moros en la
costa o ropa tendida se dice, por ejemplo, cuando un tercero puede escuchar una
conversación o enterarse de un asunto que no conviene, de tal manera que si el
lenguaje lo fosiliza quiere decir que se trata de un comportamiento más que
común. Como comunes han sido y son los juegos entre visillos y las miradas tras
las celosías. O las rejillas de los confesonarios, tras las cuales, bajo
secreto de confesión, los confesores han sido siempre hábiles y tolerados
espías de todo tipo de intimidades.
Evidentemente,
poco tiene que ver esa tradición pedestre con los geolocalizadores del CNI, los
gases venenosos, las expulsiones de diplomáticos o el robo de datos en redes
sociales, que es lo que se lleva y sobre lo que se hace hincapié como novedoso
para llenar informativos. Olvidan tales informadores que el género de espías,
en el sentido más noble, y el mercado de cotilleos, en el más vulgar, acumulan
en la ficción cine y literatura de calidad como para colmar parrillas enteras o
estantes en bibliotecas. Quizá lo auténticamente original, como seña definidora
de esta nueva edad, sea lo expuestos e influenciables que somos todos sin
importar que nuestras dedicaciones sean, como la tradición, bastante
corrientes. Es decir, no estamos tanto ante un ejercicio de espionaje masivo
como frente a una labor de manipulación general, que es lo que verdaderamente
se persigue.
Mediante
infundios y noticias falsas se ha construido y se construye la historia,
tampoco eso es nuevo. Ojeadores, voyeuristas, informadores, soplones y
murmuradores no nos han faltado nunca. Así pues, lo que debe preocuparnos en
verdad es lo mentecatos en que nos hemos convertido. Por ahí hay que empezar.
Publicado en La Nueva Crónica, 15 abril 2018
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