Blog de Ignacio Fernández

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miércoles, 16 de mayo de 2018

Floreal 18

     Llegados al momento convenido, en mes y año consagrados para el aniversario de mitos que no lo fueron tanto, oportuno es, muy estimada Jane, suspender con esta carta la correspondencia y emplazarnos para el encuentro que nos tenemos desde hace años reservado. Y sí, hasta aquí hemos llegado porque así se quiso y de leales es cumplir las promesas: la mía con Santos fue construir este relato y compartirlo con usted treinta años después de su accidente fatal. La suya usted sabrá cuál fue, aunque intuyo su contenido. Naturalmente, no podremos contar con el acompañamiento de Lucien, pues también él agotó sus raciones de Gitanes, aunque casi estoy seguro del adorno musical que hubiera propuesto para la reunión.

     En mi opinión, y seguro que no me alejo mucho de lo que él podría elegir y Santos refrendar, el puente de estos cincuenta años asienta sus pilares en Michel Polnareff de un lado y en Zaz de otro. Es decir, el tránsito entre la muñeca que siempre decía no, no, no y esta otra mujer deslumbrada de noche por destellos de luces mortales. Ésa es, en suma, la existencia resumida en dos cantables, siempre y cuando Santos, así era, no se hubiera puesto solemne con el cancionero y condenara cualquier forma de heterodoxia: “no sé cómo soportáis la frivolidad de los Pegamoides”, dijo, cuando alguno de nosotros se atrevió a abrir el universo a otras estéticas. Pureza la suya que emparentaba por aquel entonces con las formas exquisitas de Luis Federico Martínez, gran poeta echado a perder y compañero de estudios, que nos adoctrinaba en ritmos poéticos y demás músicas solemnes: “se lava la cierva cuando oscurece, / sollozando; / se perfuma con agua”. Pensaba yo en aquellos años que semejante delicia lírica podía convivir sin estrépito con el bote de colón, lo cual acabó convirtiéndome en un ecléctico y en un superviviente frente a las decadencias que se sucedieron: todos los ya citados más un entorno que en tiempos salvajes se cocinaba con heroína.

     Lo cierto es que nosotros éramos unos simples provincianos, como mucho, o apenas unos aldeanos de andar por casa, y del sesenta y ocho sabíamos lo justo e imaginábamos todo lo demás. Pero gracias a aquellos sucesos conocimos a Marcuse y confirmamos a Sartre, que eran cultos imprescindibles, e incluso honramos la muerte de este último casi como en un rito fundacional para el grupo. “Se murió Sartre”, decía Santos, tal que una letanía, y respondíamos los demás: “A puerta cerrada”.
     En fin, ya todo queda lejos. “Au printemps de quoi rêvais-tu?”, cantaba Jean Ferrat en 1969. Y, efectivamente, no se sabe con qué primavera soñábamos entonces ni si soñamos ahora. A pesar de que usted y yo vayamos a reunirnos precisamente en este cincuenta aniversario de aquel mayo más que apolillado, que ya ha vuelto a saltar a las páginas de los semanarios gráficos y a los titulares de las televisiones generalistas. Materia de consumo fácil a la postre, tal vez en eso se resuman nuestros verdaderos sueños. Y nuestras pesadillas. Trataremos de evitarlo, se lo prometo. Por eso, además de por otras razones, conviene dejar en suspenso esta correspondencia, tan cargada de referencias seguramente igual de apolilladas que esas páginas de presunta historia. Sin más detalles, pues, le confirmo mi llegada al aeropuerto de Orly, el día 20, a las 22’40, en vuelo de Air France. Tal y como usted me pidió y yo no hubiera podido averiguarlo de otro modo, llevaré conmigo la novela secreta de Santos. Su hermana me la entregó ayer en Palomares y me pidió que cuidáramos de ella, así como hemos cuidado durante todos estos años de la memoria del propio Santos. Será una lectura compartido. Le confieso que siento curiosidad.

     Hasta muy pronto. Suyo siempre.

Publicado en Tam Tam Press, 15 mayo 2018

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