Quiere
el calendario que dos fechas bien vestidas coincidan anualmente casi al mismo
tiempo, aunque no ocurra tal ni en sus mensajes ni en su eco: los días
dedicados al trabajo y a las madres, que vienen a inaugurar el presunto esplendor
del mes de mayo.
A
pesar de que ambos soportan un significado más que notable en nuestro existir,
no se muestran de la misma forma ni mucho menos. Mermada la resonancia del
primero en la misma medida en que lo está en la sociedad actual el valor de su
referente, crece en proporción inversa el segundo por más que la maternidad
adquiera en esa misma sociedad nuevas e insospechadas expresiones. Sucede así
que mengua la contundencia externa del primero como lo hace así mismo el
aprecio por su contenido, mientras que el segundo dispara su cotización
sentimental para rozar casi lo patético en algunos casos: hasta la Renfe envía
vídeos por correo electrónico recordando la festividad maternal.
Pero
al cabo no es tanto una asunto de circunstancias lo que aleja un día del otro
como el envoltorio que se ha concedido a la celebración del trabajo o de las
madres. Si bien se mira, es el comercio la auténtica seña distintiva. Mientras
que el trabajo no da ni para vender un clavel, las madres son un negocio de primer
orden, tal y como se deduce del hecho de que incluso la empresa ferroviaria se
cuele en el convite. Sobre todo porque los afectos, que son terrenos abonados
para el marketing, hacen de ellas materia más que comerciable.
Lo
cual que volvemos a situarnos en una de las claves de nuestro tiempo. Si a
finales del siglo pasado se consideraba que nada era si no se retransmitía por
televisión, parece evidente que en esta época, saturados de pantallas, sólo se
es conforme a la capacidad de ser convertidos en mercancía. Cierto que las
madres son mucho más que un sorteo extraordinario de lotería o un anaquel
vistoso de un almacén. Pero eso es debido a la segunda cualidad que las abriga,
el sentir, que es también sustancia resbaladiza para el juicio.
Publicado en La Nueva Crónica, 6 mayo 2018
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