Contra
lo que la frase hecha sentencia y extiende como un lugar común, considero que
lo primero que debe perderse en cualquier caso es la esperanza. Del mismo modo
que habrían de situarse siempre en último lugar las otras dos virtudes
teologales, pues de lo contrario, instalados en ellas tres cómodamente, nuestro
contrato con la realidad quedaría reducido a la mínima expresión. Es preciso
ser agentes de la transformación de esa realidad para ser en verdad humanamente
comprometidos.
Sin
embargo, conviene contarlo, hace unos días cayeron por esta ciudad el editor
Manuel Borrás y el escritor Luis García Montero, y ambos en su intervención
pública reclamaron el derecho a la esperanza. Aludía además el segundo de ellos
al título de un poemario de Ángel González, “Sin esperanza con convencimiento”,
una obra de 1961, muy útil sin duda para reforzar el ánimo de los escépticos en
la materia o, en todo caso, para dejarnos sin escapatoria teórica a los más
rebeldes. El caso es que sí, es muy importante, en medio del torbellino de
suciedad que nos envuelve, incorporar a nuestra plataforma de reivindicaciones
elementales ese nuevo derecho ya casi imprescindible. Tanto como reforzar, si
posible fuera, nuestras convicciones. Sólo de esa forma resultará soportable la
descomposición general, y efectiva su delicada terapia.
Más
o menos es lo mismo que entonaba el cantante Víctor Manuel en 1978 frente a
cierto desencanto que quería instalarse en la sociedad española, sobre todo en
quienes habían combatido al franquismo: “que no cese la esperanza acorralada,
con un voto no cambiamos casi nada”. Lo que parece mentira es que, a estas
alturas de la historia, tengamos que volver sobre la misma noción de los años
sesenta y setenta del pasado siglo. Tal es el retroceso político y social que
se está produciendo, así en España como en el resto del planeta, y tal es el
muladar donde tienen algún sentido las citadas virtudes. Sin olvidar, claro,
nuestros ideales y la necesaria militancia en ellos.
Publicado en La Nueva Crónica, 3 junio 2018
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