Blog de Ignacio Fernández

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domingo, 29 de julio de 2018

Pueblo

     Si en alguna estación del año, como cantaba Benito Moreno, España huele a pueblo, eso sucede sobre todo en verano. Quien más quien menos te anuncia que se va unos días al pueblo o que tiene una casa en el pueblo o que es la fiesta de su pueblo. Y entonces, inevitablemente, uno, que no tuvo pueblo, entona como quien no quiere la cosa: “España huele a pueblo, / a maceta regada, / a chaparrón y a suelo. /A mí me huele a eso”.

     Pero esa vida entre ciudad y pueblo, por muy bucólica que pueda parecer en muchos casos, es en realidad una crónica del desarraigo, que es también, salvo excepciones, la crónica de esta España siempre a medio hacer. A la postre, como se recogía en otra canción, en este caso de Facundo Cabral, “no soy de aquí ni soy de allá”. Esa indefinición, cargada no obstante de sentimentalismo, es la que lleva en muchos casos a la falta de compromiso con el entorno y de disposición para cambiarlo: se acaba siendo vecino de ningún sitio. La ciudad, a la que se llegó huyendo seguramente de algo, es un lugar ajeno, un destino no apto para sueños; el pueblo, al que se regresa temporalmente, es apenas ya el hábitat de la memoria y de un ruralismo de nuevo cuño.

     No digo que haya que romper amarras con los lugares del pasado. Al contrario, hay que vivirlos como los lugares del presente, y en unos y en otros hay que fortalecer el arraigo, que es sinónimo de dignidad. Porque lo contrario, el desarraigo, es sólo una excusa para la pasividad y para el ensimismamiento. Esto es común en las tierras leonesas y supongo que también en otros espacios condenados. Y quizá por ello precisamente se entiendan mal, se digieran bastante mal, otras reivindicaciones territoriales mucho más enraizadas. O todo lo enraizadas que permite hoy el universo digital.

     No se trata, pues, de animar competencias entre pueblos bonitos, como suelen hacer los medios también en verano, sino de actuar en toda estación por su pervivencia y la de sus gentes, los de aquí y los de allá, en las debidas condiciones.

Publicado en La Nueva Crónica, 29 julio 2018

domingo, 22 de julio de 2018

Impuestos

     Lo extraño es que resista todavía en el lenguaje corriente la palabra impuesto que, si llama a algo, es sobre todo a la rebeldía. Mucho más si las costumbres corruptas y el populismo fiscal la animan o justifican con descaro. Es rara su pervivencia porque lo usual es desterrar los términos repelentes y sustituirlos por formas blandas o eufemismos. Un maestro era en ello, por cierto, Cristóbal Montoro, precisamente la persona encargada del Ministerio de la recaudación en más de una etapa de la historia reciente.

     De modo que para transformar en buen sentido la actitud fiscal, además de combatir adecuadamente la corrupción y evitar discursos falsos sobre la materia, deberíamos empezar por acuñar un término que no sugiera imposición, sino que atienda sobre todo al destino de lo recaudado, es decir, a la cosa común, a lo que es de todos y de nadie, al estado social en suma. En segundo lugar, bueno sería que se invirtiera la evolución de la carga sobre las rentas del trabajo y del capital, de tal manera que se percibiera que, a través de la hacienda, se realiza una verdadera redistribución de la riqueza que el país genera, que no sólo es el trabajo y la nómina bien vigilada lo que sostiene todo el tinglado y que los valores añadidos del consumo no afectaran a todos por igual. Finalmente, muy adecuada resultaría una política que no eludiera responsabilidades y que no condicionara nuestro presente y futuro a asuntos ingobernables, como la evolución económica general, los precios de la energía o las cotizaciones de las monedas, sino que asumiera que hay mecanismos a nuestro alcance para aumentar los ingresos públicos.

     Esto es lo que yo entiendo, modestamente, de la propuesta para un Pacto de Comunidad en Materia Fiscal, que se presentó en las Cortes de Castilla y León el pasado día 12 de julio, suscrito por las dos organizaciones sindicales más representativas y por partidos de la izquierda. No ha tenido mucho eco, francamente, pero es recomendable su lectura también para el verano.

Publicado en La Nueva Crónica, 22 julio 2018

domingo, 15 de julio de 2018

Tormenta

     En esta época persistente en tormentas, difícil nos es a algunos esquivar la historia del vendedor de pararrayos que un día cantase el maestro Georges Brassens: “yo tuve un gran amor durante un chaparrón y sentí aquella vez tan profunda pasión que ahora el buen tiempo me da asco”. Tampoco es sencillo eludir, claro, el abrazo de la prosa de Melville, que así tituló también uno de sus cuentos menos conocidos. Son cosas del cancionero y de la literatura en general, que toman la realidad en un sentido figurado para recrearla o crear otra mucho más deleitosa que la cruda y habitual de nuestros días corrientes.

     Sin embargo, a esos días, a ese existir corriente y provinciano, entre tormenta y tormenta, llególe así mismo la tempestad de la corrupción y sorprendió su extensión tanto como la confirmación de las sospechas discretamente disimuladas. Siempre hubo un tufo alrededor con el que hemos convivido entre resignados y casi vencidos de antemano. Por ese motivo, las sonrisas que se sucedieron bajo el chaparrón nos recordaron a aquel gran amor y llegamos a desear que no escampara hasta limpiar del aire todos los aromas infectos. No sucederá tal, seguramente, parece imposible visto hasta dónde llegan ya las artes del trapicheo y el tráfico, nunca mejor dicho, de influencias groseras. Pero, como ocurre con las tormentas de verano, se refrescó el ambiente y se pudo respirar por un momento a pleno pulmón.

     Luego, ya se sabe, vinieron las excusas y los fingimientos, las invocaciones a la presunción de inocencia y la deshonra. Y vendrán después las investigaciones, eternas, y los procesos judiciales y los autos y las sentencias y los recursos a las sentencias. Se olvidará. Y los municipios recuperarán sin duda el tono de patio de vecindad que los caracteriza cotidianamente. Y habrá elecciones dentro de un año y quién sabe. Pero ya nadie nos quitará del cuerpo la sensación vivida y diremos, como Brassens, que “un día nos reunirá una gran tempestad tras la que no vendrá la calma”.

Publicado en La Nueva Crónica, 15 julio 2018

domingo, 8 de julio de 2018

Oposiciones

     Después de años de anorexia, el empleo público trata de volver a su ser y convierte así en actualidad informativa las concentraciones de aspirantes en los diversos procesos de selección. Ello vuelve a alimentar también la polémica acerca de esos métodos a causa de su idoneidad y de sus deficiencias. Todo es opinable, por supuesto, aunque dudoso sería poner en cuestión las claves imprescindibles para un resultado digamos que medianamente justo: igualdad, mérito y capacidad.

     Escuchábamos hace unos días todo tipo de sugerencias a propósito de las oposiciones en la enseñanza. Que si existe o no desequilibrio entre la experiencia y el saber; que si la antigüedad es un grado o que si la frescura lo es más todavía; que si se necesita una mejor proporción entre el conocimiento y la pedagogía; y así sucesivamente. Nada satisface del todo ni hay fórmula que sea eficaz sin contestación. Por eso, quizá, y porque estamos en tiempos de campeonatos de fútbol me vino a la memoria la propuesta imposible que hace años me hizo un compañero a propósito de estos sistemas selectivos.

     Aclaremos, para no asustar, que él mismo decía de sí que tenía tres defectos: era gallego, era biólogo y era interino. Sin entrar en la valoración de esas cualidades, tenía, a mi modo de ver, al menos otras tantas virtudes, de ahí que merezca la pena tomar en consideración su sugerencia. No era otra que hacer jugar al fútbol a todas esas levas de pretendientes porque, según él, no había otra disciplina que pudiera mostrar de forma más evidente cómo se comportan las personas en una tarea de equipo como es, presuntamente, la de enseñar. En fin, doctores y doctoras hay para valorarlo, pero debo reconocer que, contemplando el actual Mundial de Rusia, razón no le faltaba. Trasladen al aula a toda esa pléyade de jugadores, con sus peculiaridades, y concluyan cómo actuarían en el rol docente. Y a la inversa. Posiblemente parece disparatado, pero tal vez un día podríamos hacer la prueba, por lo menos de forma experimental.

Publicado en La Nueva Crónica, 8 julio 2018

domingo, 1 de julio de 2018

Viajes

     Frente a un tercio de familias españolas que no se puede permitir ni unas mínimas vacaciones, el resto, espoleado por la marabunta global, piensa, habla o prepara sus viajes veraniegos. No es fácil escapar de esta expresión de ansiedad propia de los tiempos poscontemporáneos, hasta el punto de que ese creciente movimiento de masas se ha convertido en un elemento perturbador de los ecosistemas sociales y ambientales nada despreciable. Por más que, a la vez, sea un notable motor económico, como bien sabemos por estos pagos.

     En 1950 había 25 millones de turistas en el mundo. Hoy suman 1.100 millones y se prevé que en 2030 puedan alcanzar los 1.800 millones. Así que no estamos ante la figura romántica del viajero ni ante la épica del que se lanza a la aventura, aunque algunos se lo continúen creyendo. No, el turista es precisamente la pantomima de aquellos. Y el turista de masas, casi su histrión. El turista no viaja, consume. El turista no observa, hace fotos. El turista no se mezcla, se exhibe. Y la democratización del turismo, su universalidad en suma, lo que ha hecho es convertir el relato de viajes en una tragicomedia. Al fin y al cabo, esa barahúnda humana acaba llegando siempre al mismo párking, al mismo chiringuito y a la misma tienda de productos autóctonos, diseminado todo ello en cualquier rincón del mundo como verdaderas franquicias planetarias.

     Tal es así que hasta los ayuntamientos sin tradición en la materia disputan ahora con otros más espabilados las migajas que se les caen a los peregrinos del Camino de Santiago, como si de un maná generoso se tratara. Lo han hecho hace un mes para impulsar el trazado por el Puerto del Manzanal, pero, francamente, flechas amarillas es lo que sobra por todo el mapa y por todos los senderos de España. Otra franquicia. Sin negar las cualidades de la nueva ruta ni las expectativas del viaje, ¿no se podría inventar algo nuevo? Quedarse en casa, por ejemplo, viendo en la televisión el Tour de Francia, que es mi viaje favorito.

Publicado en La Nueva Crónica, 1 julio 2018