Buñuelos
llenan los días de otoño la pastelería nacional. El surtido de productos es
amplio en los estantes, pero pocos son tan consumidos como esta pasta dulce que
tiende a hincharse en la sartén al prepararla. A partir de una pequeña
cucharada de masa obtenemos una bolita que puede resultar grasienta si no se
tiene el tino suficiente para eliminar el exceso de aceite. Por lo demás, bien
consumados, llegan a ser hasta adictivos.
Como
bien se sabe, los buñuelos pueden ir rellenos de crema, de mermelada, de jalea
de ciruelas, de compota de manzana o de cabello de ángel… Con todo, la versión
más extendida en el negocio son los buñuelos de viento, es decir, los que
consisten en el puro envoltorio sin más, un vacío de harina, manteca y huevo.
Incluso cuando llevan algo dentro, no siempre se identifica el contenido si la
dulzura se eleva a su máxima expresión, como ocurre en obradores de calidad
dudosa. Por último, el repertorio buñuelesco
se completa con las fórmulas de la nouvelle
cuisine, donde uno no llega a saber nunca lo que digiere, pero resulta
moderno y televisivo.
Los
hornos de todas las sucursales de la pastelería nacional están a pleno
rendimiento, han superado los limites estacionales y culturales y fabrican
buñuelos a toda máquina. Seguramente porque se consumen. También se exportan.
Bandejas repletas se aprecian en escaparates de aquí y de allá sin importar las
posibles contraindicaciones. Porque también indigestan sin llegar
necesariamente al extremo del atracón. Los empachos suelen ser muy agudos en
campañas electorales, por ejemplo. O en tiempos turbios como los presentes.
Sobre todo producen un daño mayor si se mezclan con otros productos de la misma
pastelería: el efecto suele ser muy tóxico.
En
suma, conviene estar alerta al adquirirlos, no dejarse llevar por instintos
primarios, sopesar quién nos los ofrece y con qué intenciones, calcular los
daños y tener en cuenta que hay otras pastelerías e incluso, no lo duden, otros
proveedores de alimento.
Publicado en La Nueva Crónica, 28 octubre 2018