Blog de Ignacio Fernández

Blog de Ignacio Fernández

domingo, 24 de febrero de 2019

Golpe

     Llegados a estas fechas, uno recuerda inevitablemente dónde estaba, qué hizo y cómo vivió aquel día de 1981. Ocurre tal porque uno, como muchos, diríamos que como casi todos los habitantes de este país, si se exceptúa a los golpistas y a sus palmeros, se sintió en riesgo. Es lo que tiene un golpe de estado propiamente dicho: pone en peligro a los individuos, no sólo al sistema, y esa sensación perdura en el tiempo como un mal recuerdo.

     No fue así ni el 1 de octubre de 2017 ni en el mes de septiembre anterior donde se guisó la presunta república catalana. Pudimos sentir, naturalmente, irritación o desconcierto, preocupación o repudio, pero no amenaza personal. En 1981 contemplábamos los acontecimientos por televisión o los seguíamos por la radio con auténtico desasosiego. Tanto que en paralelo pensábamos en cómo garantizar nuestra seguridad. En 2017, en cambio, veíamos lo que ocurría con extraordinario asombro, con incredulidad, con inquietud también, pero no se activó en nosotros ese mecanismo de defensa que nos llevara a tener en cuenta nuestra integridad.

     Al margen de otros pormenores, ésta es una diferencia sustancial entre un golpe tal cual y una hipérbole. Es decir, podemos jugar con el lenguaje, exagerarlo y nombrar la realidad como nos convenga, pero el sentimiento individual acaba por afinar los verdaderos significados tanto o más que los diccionarios. Conviene detenerse a reflexionar sobre ello, más aún en unos tiempos como los actuales donde las palabras son uno de los principales instrumentos de manipulación. Ni los términos que se emplean ni los conceptos a los que se refieren son intercambiables, de manera que el abuso del lenguaje es ante todo un abuso de pensamiento, un mal pensar que desacredita o debiera desacreditar a quien así se expresa.

     Mucho queda por escuchar, muchas estridencias, muchos excesos verbales y muchos golpes. También en ese terreno se deben valorar las propuestas electorales: no sólo importa el contenido, la forma es también mensaje.

Publicado en La Nueva Crónica, 24 febrero 2019

viernes, 22 de febrero de 2019

BRUNO ESTRADA: La revolución tranquila

EL AUTOR
     Bruno Estrada López es economista, especializado en relaciones laborales. Ha sido fundador y es miembro de la Junta Directiva de Economistas Frente a la Crisis. Colabora en varios medios de comunicación (Nueva Tribuna, Revista de Derecho Social...) y ha firmado varias obras colectivas, Frente al capital impaciente (2011), y libros propios como Qué hacemos con el poder de crear dinero (2013). Actualmente es adjunto a la Secretaría General de CCOO.

EL LIBRO
     La revolución tranquila plantea la tesis de que la democracia no es un factor instrumental para llegar al socialismo, como tantas veces se ha dicho, sino que forma parte de su naturaleza intrínseca; y que al perder su centralidad en el proceso de construcción de una sociedad inclusiva, la izquierda ha olvidado la hegemonía cultural y ha dado paso a la potencialidad del neoliberalismo dominante en las últimas cuatro décadas. El autor pretende en suma una adecuación de las propuestas de la socialdemocracia clásica a las características del capitalismo del siglo XXI.

EL TEXTO
     "Nos enseñaron la Historia como una sucesión de acontecimientos con una fuerte relación causa-efecto, en la que la mayor parte de las veces hay un cierto determinismo en el devenir histórico. Si bien es cierto que en muchos casos aparecen cisnes negros, fenómenos extraordinarios que rompen la continuidad narrativa, tendemos a creer que la relación causa-efecto de la Historia continúa después de esas excentricidades".

domingo, 17 de febrero de 2019

Patrimonio

     Adelantándose al bazar electoral o para rematar una legislatura más bien pobre y enredada, las derechas municipales han lanzado la propuesta de que la ciudad de León sea declarada por la UNESCO patrimonio de la humanidad. Es lo que más gusta a estos ediles de tres al cuarto: los títulos tan sonoros como vacíos o efímeros. Así sucedió con la cuna del parlamentarismo, con el manjar de reyes, con León está de moda y con otras etiquetas improductivas. Pasan y nada queda de ello en el ser común.

     Con toda seguridad, hay en la ciudad más de una muestra insigne del genio creativo del ser humano que merece la mayor de las condecoraciones, pero de ahí a considerar que toda ella cumple los criterios de selección establecidos para ser incluida en la Lista del Patrimonio Mundial media una gran distancia. Sobre todo porque es una ciudad rota y descuidada, su conjunto histórico está salpicado por solares abandonados, la actividad económica preeminente en él o casi exclusiva es la hostelera, no es un lugar precisamente habitable, las supuestas restauraciones son de escaparate, sus orígenes viven ocultos bajo el peso del urbanismo especulativo, la actividad comercial tradicional ha sido devorada por el reinado de grandes superficies y franquicias, es oscura, su ensanche y sus barrios son acreedores de una mejor calidad de vida… y, además, por el camino se ha dejado arrebatar para siempre buena parte de su alma, tal y como demostró Juan Carlos Ponga en el libro León perdido. Tan perdido que hasta el propio libro es hoy inencontrable.

     Sin remontarnos a tiempos remotos, gran parte de ese patrimonio urbano desapareció durante los últimos treinta años del pasado siglo, es decir, durante el gobierno de la misma dinastía municipal que ahora presume de preocupación por el mismo y clama por una vitola para su pervivencia futura. No está mal cambiar de idea, sobre todo si en paralelo se proponen o adoptan otras medidas complementarias que den fe de esa mudanza, lo cual está aún por demostrase.

Publicado en La Nueva Crónica, 17 febrero 2019

domingo, 10 de febrero de 2019

Alquileres

     Cuenta el sociólogo Richard Sennet que en el albor del presente siglo un ejecutivo de ATT, compañía estadounidense de telecomunicaciones, señalaba el lema “nada a largo plazo” para certificar la alteración del significado del trabajo. Explicaba Sennet a continuación que en el aquel año 2000 “un joven americano con al menos dos años de universidad puede esperar cambiar de trabajo al menos once veces en el curso de su vida laboral y cambiar su base de cualificaciones al menos tres veces durante los cuarenta años de trabajo”.

     Esta es la realidad del neocapitalismo, que se supone que habrá progresado convenientemente desde entonces hasta la actualidad. Es decir, habrá extendido aún más los números de mutaciones y se habrá dispersado ya por todo el planeta en mayor o menor medida. A ello, en nuestro caso, han contribuido con total denuedo las sucesivas reformas laborales habidas en los últimos diez años. Lo que nos lleva a pensar ya no sólo en el nuevo significado del trabajo, como indicaba el ejecutivo, sino en sus consecuencias en los modelos de vida. En los alquileres, por ejemplo.

     El debate sobre esa materia no sólo debe entenderse como una cuestión de esgrima parlamentaria en la que el gobierno socialista fue derrotado hace unas semanas. Al contrario, ha de contemplarse como una cuestión de urgencia cada vez más perentoria. No sólo ya por la realidad común de especulación a la que está sometido el sector de la vivienda, sino porque la existencia de un parque público de viviendas de alquiler empieza a ser necesidad básica, así como una intervención sobre las cantidades que se reclaman por este concepto en la iniciativa privada. El vaivén laboral, sumado a los gloriosos salarios que forman parte de nuestro paisaje, requiere ya, y más hacia el futuro, actuaciones severas para asegurar techo a esa multitud de trabajadores y trabajadoras circulantes por la geografía española. No es asunto conveniable. Es directamente legislable para asegurar un mínimo de bienestar y dignidad.

Publicado en La Nueva Crónica, 10 febrero 2019

domingo, 3 de febrero de 2019

Corredores

     Si analizamos los mapas actuales y los contrastamos con la información que generan sus mudanzas, observaremos que las líneas trazadas y los enclaves resaltados en ellos se refieren cada vez más y sobre todo a corredores y ejes, a vías rápidas y a altas velocidades, a puertos secos y a grandes puertos húmedos, a aeropuertos y a nodos logísticos, a polígonos y a redes metropolitanas. Por el contrario, se desalojan de ellos y de las inquietudes que los animan los caminos y las carreteras corrientes, los ferrocarriles convencionales y los lugares pintorescos, los ríos modestos y las fuentes frescas, las cañadas y los barrios, los montes humildes y los parajes condenados al vacío. Puede que sea el signo de los tiempos o puede que sea simplemente otra cortina de humo para prolongar la ilusión. Lo mismo que sucede con las grandes cifras y las importantes magnitudes en otros campos, que acaban orillando o apagando directamente los números elementales y la insignificancia cotidiana.

     Las intenciones son buenas en algunos casos, lo son sin duda en el último de los corredores de que se ha hablado, el Atlántico, pero a la postre todo ese maremágnum y sus esplendores ocultan otra brecha de desigualdad creciente: la que separa más y más a los grandes proyectos de las empresas menores. También en estos asuntos lo global parece devorar a lo local, las grandes estrategias se adueñan de las iniciativas caseras y lo que no es “macro” se desdeña como vulgar o insípido. Por eso mismo, no se sabe si como causa o consecuencia, los patrones de la comunicación, que son decisivos para formar opinión en las gentes, se alimentan del brillo y rechazan lo mate: no hay espacio en los titulares para lo ordinario si entra en colisión con lo sensacional. Y son los titulares, no lo olvidemos, los que nutren, porque rara vez llegamos a leer la letra pequeña o a ilustrarnos con comentarios mayores. Con ellos nos movemos por la vida, es decir, por los grandes corredores que nos dibujan en los mapas.

Publicado en La Nueva Crónica, 3 febrero 2019