Cada
cual tiene sus infiltrados, generalmente a conveniencia. Cierto es que los hay
violentos en lo físico, a quienes que se ha aludido hace escasas fechas para
explicar lo que no se desea condenar; pero no son menos dañinos en verdad los
que actúan sobre lo inmaterial, si bien suelen pasar mucho más desapercibidos.
De hecho, no se retransmiten en directo noche tras noche como un nuevo reality televisivo, tal y como ha
ocurrido con los amargos botellones catalanes. Por el contrario, se los
presenta como hecho normal a medio camino, se cuenta, entre la tradición y el
progreso, aunque a la postre son auténticos atentados contra la cultura en el
más estricto sentido antropológico del término.
Antes
fue el II Máster Nacional de Futbolín Ciudad de León en un hotel local. Ahora
mismo está siendo, o acaba de ser, el XXXII Certamen de Tunas en el Auditorio
de la ciudad. En unos días será el Festival Hallowindie en el Palacio de
Exposiciones y el Ataque Zombi en un centro comercial. Y así sucesivamente
hasta llegar a los faralaes de abril, que también tienen su cita por estos
pagos, y otras sandeces por el estilo, todo ello con enorme jolgorio popular y,
faltaría más, con la estrecha colaboración público-privada que tanto se lleva
en estos tiempos. Es nuestro sino, son nuestros infiltrados.
Apuntábamos
antes que la violencia material de los primeros produce espanto y que su
reproducción abusiva en los medios colabora en el envenenamiento de las
opiniones. Lo bueno de los segundos es que nadie se entera de su acción perniciosa,
pues actúan como esas otras infiltraciones que penetran suavemente por los
poros de un cuerpo sólido y sólo al cabo del tiempo se advierte el daño. En
ocasiones cuando el cuerpo está arruinado. La cultura es ese cuerpo. No me
refiero a la cultura como una construcción de las élites, sino a lo que,
siguiendo a Marvin Harris, acaba constituyendo la conducta de una sociedad. Por
eso no es de extrañar que unos y otros infiltrados estén íntimamente unidos.
Publicado en La Nueva Crónica, 27 octubre 2019