La
reciente declaración de emergencia climática y medioambiental efectuada por el
Parlamento Europeo no es sólo un acto administrativo o legislativo importante.
Es también una conquista del lenguaje, que deja atrás por fin una etiqueta ya
oxidada como era “cambio climático”. Pudo estar bien tiempo atrás y bien estuvo
que se generalizara en la opinión pública, pero se ha quedado sin significado a
medida que la tragedia climática se ha adueñado de la realidad. De ahí la
importancia de la antedicha resolución para adecuarse al momento actual y casi
futuro y a las posibilidades del diccionario.
En
el campo lingüístico se libran verdaderas batallas, de ahí la trascendencia de
cuidar nuestras competencias en esa materia. Baste recordar que en la fase más
aguda de las últimas crisis los palabreros repetían con insistencia que
nuestros derechos eran en realidad privilegios, de tal modo que la consecuencia inmediata –lo
que en verdad se perseguía– era fracturar la sociedad entre quienes los tenían
y quienes por esa razón verbal no llegaban a alcanzarlos: personas empleadas
frente a desempleadas, jóvenes frente a adultos, pensionistas frente a no
pensionistas… Por eso mismo, la teoría y el pensamiento son así mismo una lucha
política de primer orden: no actuaremos de otra forma, no pensaremos de otra
forma si no hablamos de otra forma.
Y
en eso llegó PISA nuevamente y su informe sobre nuestro dudoso nivel formativo.
A pesar de que en esta edición la comprensión lectora ha quedado fuera del
análisis por “anomalías” detectadas en las pruebas, los resultados poco
benignos en matemáticas y en ciencias hacen pensar que tampoco el panorama del
lenguaje estará para tirar cohetes. Es decir, para tener confianza en nuevos
pensamientos y en nuevas acciones. Más bien, contrastado el informe con nuestro
entorno general, la impresión también aquí es de auténtica emergencia. Así
sucede en nuestras expresiones cotidianas, en los supuestos medios de
comunicación y en los parlamentos todos.
Publicado en La Nueva Crónica, 8 diciembre 2019
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