Hay
espectáculos que nos llevan a dudar sobre si nuestros votos sirven para elegir
representantes en el Congreso o para engrosar las filas de la afición más
fanática del Rayo Vallecano: los bukaneros. Aparentaba lo primero, pero en gran
medida resultó lo segundo, sobre todo a la luz de lo visto y escuchado desde
los graderíos, ya no bancada, de las derechas todas en la sesión de
investidura. Si la Federación Española de Fútbol ha propuesto el cierre de una
parte del campo de Vallecas porque esa afición ultra llamó nazi a un jugador
del Albacete, cabe preguntarse qué no
debiera hacer un supuesto tribunal de las buenas costumbres con los escaños
ocupados por esa manada. ¿Habría que realizar los plenos a puerta cerrada o
clausurar por un tiempo la grada de la que salían los insultos y otras
injurias? ¿Qué habría que hacer en ese caso con la tribuna de oradores
convertida en ciertos momentos en escupidera? Y aún más: si el debate se
transmitió en abierto, en horario infantil y en plenas vacaciones, ¿debería
intervenir la autoridad que vela por los programas inapropiados para ese
público? En fin, como bien dijo el diputado Rufián, “ir a colegios de pago no
te hace más educado”.
Pero
volviendo sobre el fútbol, que es la sal de la vida, una diferencia notable
entre los bukaneros y algunos de nuestros parlamentarios y parlamentarias es el
gusto por la falsedad. Mientras los primeros son cafres sin más y, contra lo
que puede parecer, no necesitan servirse de la mentira para sus groserías, las
soflamas de los segundos no son nada sin el embuste, la hipérbole y el pus. Del
mismo modo, mientras los primeros no aspiran a nada más que a ser cafres, pues
de ello no depende en verdad el resultado de un partido que ellos no juegan,
los segundos pretenden, sea como sea, invertir el orden electoral, es decir, el
resultado del partido y llevarse la victoria a casa mediante esas burdas
maniobras. Por eso los unos cumplen sus objetivos y los otros acaban
convertidos en zafios peligrosos.
Publicado en La Nueva Crónica, 12 enero 2020
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