Pensar,
expresarse y hasta actuar con mala baba no es flor de estos tiempos, pero en
ellos se hace todavía más insoportable si cabe. No es tanto por el propósito
nocivo que entraña como por la viscosidad toxica que esparce alrededor, tan
pudridora al cabo que emponzoña incluso todos los gestos de civismo y
solidaridad con que las gentes tratan de resistir y combatir su desazón.
Así
se pueden catalogar, desde luego, las más de cien mil denuncias a causa del
incumplimiento de las disposiciones salidas del estado de alarma y, más
importante aún, de las recomendaciones sanitarias. Así, del mismo modo, todas
las teorías conspiratorias, mensajes malintencionados que fluyen en todo tipo
de redes, intoxicaciones y otras formas de manipulación de nuestra ansiedad. Y
así, por supuesto, la especulación, el acaparamiento y cualquier suerte de
encumbrarse sobre la debilidad ajena, ya se trate de particulares, estados,
fondos financieros o buitres de toda índole.
Con
ser grave todo ello, lo auténticamente inexcusable es la desfachatez con la que
se mezcla la justa crítica con esa sustancia mucosa que a ciertos personajes
públicos les brota del hocico. En primer lugar porque es una actuación
consciente. En segundo porque en muchos casos evidencia la desnudez de
argumentos. Y en tercero porque directamente no es de recibo cuando el esfuerzo
de todos se dirige a la supervivencia y a la reconstrucción.
Tomemos
nota, pues, porque la mala baba, aun siendo natural en el ser humano, en
algunos seres humanos al menos, tiene sí sus antídotos. Uno de ellos,
fundamental y al alcance de cualquiera, es la memoria que nos va a ser muy
necesaria para no olvidar esta crisis. Y ahora que todo parece conducir nuestra
mirada hacia China, más que oportuno nos parece el pensamiento de uno de sus
más altos escritores, curiosamente censurado en su propio país, Yan Lianke: “la
persona sin memoria es, en esencia, como el madero sin vida; serán el serrucho
y el hacha los que determinen su forma futura”.
Publicado en La Nueva Crónica, 29 marzo 2020
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