A lo largo y ancho de la historia social, los conflictos de clase han sido descritos muy visualmente echando mano de dos dimensiones gráficas y comprensibles. En un principio, de forma algo elemental, se trataba de distinguir lo que estaba arriba frente a lo que estaba abajo, es decir, las clases altas de las clases bajas. En un estadio posterior de mayor formalización política, esos términos fueron sustituidos por la expresión lateral, esto es, derecha e izquierda, conforme a la hipótesis, no siempre generalizada sin embargo, de que arriba se correspondía con derecha y abajo, con izquierda.
Particularizando mucho, la historia de la educación discurre en cierto modo paralela a la evolución histórica de estos términos. Así, en un principio, una diferencia primitiva entre arriba y abajo estribaba precisamente en que los primeros tenían acceso a la cultura (y eran o podían ser educados) mientras que los segundos -desheredados de todo por definición- habían de conformarse como máximo con la sola formación religiosa que, al cabo, era la que más interesaba para mantener inamovible el statu quo a favor de los primeros. Merced a la progresiva ideologización política de los siglos XIX y XX, la educación se convirtió también en una seña de identidad para las nuevas sociedades, de tal manera que la izquierda hizo bandera de la educación pública para todos, mientras que la derecha trató de mantener privilegios de élite en lo que entonces llamábamos colegios de pago, religiosos en su mayor parte.
Naturalmente, da hoy la impresión de que esta situación está superada. Por un lado, en los países desarrollados la enseñanza básica se ha generalizado a casi toda la población, la educación pública se ha extendido de forma digamos suficiente y el acceso a estudios superiores parece casi al alcance de cualquiera. Por otro lado, los llamados ahora colegios privados concertados recogen financiación pública y alumnado en teoría de todo origen social, habiéndose convertido sus patronales, paradójicamente, en los más firmes adalides de la libertad de enseñanza. Junto a esto, tampoco podemos ignorar el perfume embriagador que el capitalismo ejerce sobre las masas, creando la apariencia de que todo se ha igualado y que, por el hecho de enviar a nuestros hijos a no sé qué colegio de hermanitas, todos somos poco menos que gobernadores civiles a la antigua usanza.
¿Se ha producido realmente la superación de una barrera social en nuestro país o estamos ante un espejismo? ¿Acaso las diferencias sociales están volviendo a mutar a medida que la historia va pasando páginas? Más bien parece esto último; y, de ser así, ¿no deberíamos preguntarnos por el nuevo formato de las diferencias, aquello sobre lo que gravita en este siglo XXI la obstinación en lo distinto? Desde nuestro punto de vista, una tercera dimensión ha entrado con fuerza en el mundo educativo para que nada cambie y para que la apariencia nos haga pensar en un mundo más feliz. Esa tercera dimensión que faltaba no es otra que la de delante y detrás, los adelantados frente a los retrasados. He ahí la nueva clave que vuelve a encumbrar a unos y a abismar a otros.
¿Puede un gobierno conservador desmontar a estas alturas democráticas el valor conquistado por la educación? Desde luego que no; políticamente, sería más que incorrecto e insoportable. ¿Puede un gobierno conservador permitir la igualdad de oportunidades educativas para todos con independencia de cunas, tintes, neuronas o fes? Naturalmente no; adónde iríamos a parar. Así pues, se hace imprescindible dividir, separar, segregar, es la doctrina neoliberal, el sálvese quien pueda, la pantomima de que cualquiera puede llegar a ser presidente (¿es una pantomima?); lo pide la sociedad, dicen, los profesores lo reclaman y las nuevas leyes educativas lo bendicen. Pero, con qué patrón. El de arriba y abajo está periclitado y el de izquierda y derecha, poco menos que demodé. Por lo tanto, sólo resta delante y detrás.
Toda la política educativa del Partido Popular se acomoda a esta nueva dimensión triunfante, y ello explica tanto la reducción de becas universitarias (recientemente denunciada por el Presidente de la Conferencia de Rectores) como el desequilibrio inversor entre centros públicos y privados. Ese desequilibrio ha supuesto que en la Comunidad de Castilla y León, entre los años 1996 y 2000, la pérdida de alumnos en la educación pública haya superado la media nacional, mientras que crecía sin rubor el traspaso de recursos públicos a empresas privadas a través de conciertos. Y ese fenómeno no ha dejado de crecer, evidentemente, con el traspaso de competencias; por el contrario, la Consejería de Educación y Cultura ha generalizado los conciertos para la Educación Infantil en tanto que, por ejemplo, elimina los Programas de Orientación en los Colegios Públicos o suprime puestos de Educación Compensatoria destinados a atender a minorías étnicas y a inmigrantes, los más atrás de los de detrás.
Pero nos engañaríamos si creyésemos que se trata tan sólo de una cuestión económica o de recursos. Las diferencias de profundidad son también y sobre todo una expresión política, social y cultural que nos incumbe a todos por igual, ya sea en la degradación de los desempleados -otros retrasados que en numerosas ocasiones nacen en el propio sistema educativo-, ya sea en la propia transmisión de conocimientos en la escuela, no solucionada ni mucho menos por ayudas para libros de texto, sino por situar a los alumnos en disposición de acceder verdaderamente a las fuentes de información, donde están ya los adelantados. Las repeticiones de curso significan la consolidación del retraso; los itinerarios ponen de relieve, sin remediarla, la distancia entre los primeros y los últimos; la jerarquización y la pérdida de autonomía en los centros públicos encarnan las nuevas formas de control para asegurar el éxito de los sumisos y someter al ostracismo a los rebeldes. La Ley de Calidad es la nueva Biblia de la tercera dimensión y Pilar del Castillo, su sacerdotisa.
Publicado en Diario de León, 23 noviembre 2002
y en T.E, Castilla y León, octubre 2002
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