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lunes, 16 de enero de 2006

El espíritu de la ferretería II

    Firmaba Luis Grau el pasado día 5 de enero de 2006 un artículo titulado El edificio Pallarés: una semblanza, que apareció publicado en esta misma sección del Diario de León. Venía a constituir dicho artículo el preámbulo teórico para una simbiosis material que habrá de producirse, presumiblemente, a finales del presente año, a saber, la fusión en un solo ser del citado edificio con el Museo de León: quizás estaban hechos el uno para el otro, llega a afirmar Grau en el momento de mayor énfasis en su semblanza. Y es natural que así se exprese quien durante años ha dirigido un museo errático en sus aposentos y, sólo por ello, en su propia sustancia museística. Como es natural que deje traslucir en el remate de lo que escribe una no disimulada satisfacción por haber culminado su particular travesía del desierto, que llega a hacerla de todos al felicitarnos por la buena nueva.

    Casi nada hay que objetar a todo eso, sobre todo si viene acompañado de un riguroso recorrido histórico por la vida y obra del viejo edificio Pallarés, desde los tiempos más remotos, cuando ni soñarse a sí mismo pudiera, hasta las fechas actuales, cuando ya no es nada de lo que fue. En fin, son los vicios lógicos en los historiadores, más aún cuando abarcan grandes periodos de tiempo, suele ocurrirles que olvidan a menudo el alma de los sucesos en beneficio del relato exhaustivo de lo sucedido.

    Sin embargo, cuando hacemos un corte sincrónico en el devenir de los acontecimientos el resultado suele ser otro, ni mejor ni peor pero sí útil para alcanzar el sentido último de algunos procesos. Eso pretendimos en febrero de 2003 al sugerir que el Diario de León animara un debate desde su Tribuna acerca del pasado, presente y futuro del edificio Pallarés. No fue posible. Por razones que desconocemos aquel artículo que titulamos El espíritu de la ferretería no llegó a publicarse y todo quedó en agua de borrajas. Hoy, en cambio, a la luz de lo escrito por Luis Grau, creemos que es un buen momento para su relectura y por ese motivo hemos procurado su publicación tal y como entonces fue concebido. Con ello, queremos contribuir a completar la semblanza sobre un edificio y sobre un proyecto en el que muchos ciudadanos depositaron fe y energías sin que el producto final les corresponda:
    “Y al final, ni barco pirata ni salón de las artes. Depósito de piedras muertas.
    Diez años después de que el edificio Pallarés cesara su actividad cultural para ser remodelado, no se sabía bien con qué fin, vuelve a hablarse del que parece va a ser su destino definitivo y relativamente cercano: Museo de León; es decir, silo receptor de los fondos históricos desperdigados entre el claustro de San Marcos y las salas de la calle Sierra Pambley. ¡Quién podía suponer tan bárbara transformación genética! Y, sin embargo, ¡qué lógico resulta todo en esta ciudad pensionista!
    Siempre ha estado ahí, inválido como una proa desorientada en la plaza de Santo Domingo, soportando paciente la trama urbanística y la inopia provinciana de nuestras instituciones, afligido y menospreciado, a la deriva de políticas sin fundamento. Pobre edificio Pallarés, triste ciudad sin alma. Siempre ha estado ahí y algunas memorias recuerdan todavía -se duelen todavía- la batalla librada en origen para salvarlo de una condena burocrática y transformarlo en un espacio para la cultura local, que es decir tanto como cultura universal si está viva, si es dinámica, si se concibe en tránsito y por ella transita un dinamismo vivo. Siempre ha estado ahí, bajel perenne en medio de un mar escaso de horizontes, habitado y deshabitado, sostenedor de un corazón que latía, a veces desbocado, a veces contenido, como un ser que siente y que se siente.
    Casi sin solución de continuidad, vio sustituidos sus anaqueles y repisas cargados de chavetas, alambres y vasijas de cinc por una muchedumbre de artistas inclasificables que colgaban cuadros abstrusos en sus paredes, junto a fotografías vertiginosas y esculturas de neón. La espontaneidad tiene esas cosas y algunos concibieron aquella transformación como un tiempo de esperanza; incluso los hubo que se atrevieron a invocar un rincón para las minorías, qué sé yo, hasta un leve hueco lírico para poetas y amantes de la danza. ¡Vanidad de vanidades! Pero sí, Pallarés existía aun a pesar de  domadores y otros arribistas que la Diputación colocaba en su sala de máquinas para domesticar aquel impulso tan ingobernable. Salón de las Artes lo nombraron cuando todavía olía a metales y a cuerda de pita. Fue así hasta que a alguien se le ocurrió colocar en la fachada que da a Piloto Regueral una lápida para una posteridad que apenas si duró lo que dura el recuento de las urnas. Por aquel entonces, se le había encargado a un lozano arquitecto del otro lado del Manzanal el proyecto para la definitiva mutación del edificio, y éramos todos tan de pueblo que nadie en el Palacio de los Guzmanes sabía realmente lo que se quería hacer, el caso es que hubiera un bar moderno con piano y una tienda con objetos caros e inútiles como en el Thyssen; hasta el joven servil que en esas fechas presumía de dirigir sin dirigir aquella entelequia lanzaba consignas vanguardistas al técnico berciano para que no se olvidara de instalar conexiones para cederom en todas las salas. ¡Ingenuo y palurdo año 92!
    Pallarés fue cerrado y sólo obreros de la construcción pudieron seguir paseando por la ferretería. Estaba claro que era el final; la derecha tiesa de nuestras tierras de adobe había reconquistado el gobierno provincial y no iba a permitir que aquella acracia artística contaminara a  ciudadanos de tan recio abolengo. No, señor, de lo que se trataba ahora era de levantar un buen Musac y un Auditorio como dios manda, y museos bonitos para los turistas, aunque por el camino se nos caiga algún palacio o se viole una casa porticada en la Plaza del Grano. Esto es, llenar de maquetas inertes el viejo Ayuntamiento y ubicar la semana santa, con sus valores incluidos, en el almacén arruinado del Conde Luna. Y para el barco pirata que un día se atrevió a desconcertar conciencias y sensibilidades, qué mejor que unos cuantos restos de tumbas y la bisutería gloriosa de los ancestros. Un barniz de historia que, probablemente, es lo único que podemos aspirar a ser.
    Me disculparán, pues, arqueólogos e historiadores antiguos. Me disculpará Luis Grau si clamo aquí por el espíritu de la ferretería. Me disculparé yo mismo por no haber invadido de nuevo el edificio Pallarés y dejarlo al albur de los vientos hostiles. Nos disculparemos todos y, a partir de hoy, como si fuésemos una Lancia postrada, intentaremos reconocernos en las ruinas. ¿Qué será de esta ciudad cuando Pepe Tabernero arroje la toalla o Alfonso Ordóñez decida, desilusionado, volverse a Barcelona?”.

Publicado en Diario de León, 23 enero 2006

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