El efecto frontera esparce su sombra sobre los días de junio y su filtro trastorna la percepción de cuantos nos reconocemos en el espejo del calendario. En este caso, junto a la reedición de un ciclo que se vence -el curso académico- y al lado de una estación que muda hacia el sofoco, otros límites de más rara especie se alzan en torno para acentuar el desorden y la inquietud, el suspiro profundo y el gesto curioso, el finiquito y la renovación, síntomas todos ellos de la enfermedad fronteriza. Sin agotar la nómina de posibles, que en esta oportunidad alcanzaría incluso al vértigo finisecular, adecuado parece detenerse en el análisis de dos procesos actualmente en tránsito, y hacerlo además con distancia que nos proteja de la vacuidad o de la euforia propias de los trances de pasaje.
El cambio de legislatura en Castilla y León se nos revela en esta ocasión unido al cambio inmediato de titularidad en los asuntos educativos, y una y otra mudanza son susceptibles, como decíamos arriba, de provocar tanto el exceso y el ruido como la desconfianza y la inseguridad. Sea como fuere, quien esto suscribe, integrante del colectivo de afectados por tantas fronteras líricas o épicas, asiste al espectáculo con una actitud preventiva, a medias entre la cautela y la perplejidad; y a la hora de su traducción en palabras, no puede por menos que optar por la vía de la historia, esto es, por el mayor alejamiento posible de las sendas turbias de lo inminente.
Conviene advertir que desde el ángulo de la construcción autonómica, esta región apenas si ha consolidado solamente en sus años de vida el eje administrativo y el financiero. El primero de ellos, nacido en parte desde la nada y en parte desde la reconversión de estructuras pretéritas, fue alumbrado durante el mandato socialista, aquella brecha de cierto progreso abierta brevemente en el cuerpo amojamado de la política tradicional castellana y leonesa; con posterioridad, los sucesivos gobiernos conservadores no han hecho sino fortalecer y extender el aparato, procurando llevar el agua a sus molinos, de forma que los ciudadanos reconozcan al menos la existencia de los entes señalados con el rótulo Junta de Castilla y León, aunque no siempre puedan identificarse sus contenidos. Junto a esto, el aporte de los gobiernos de Aznar, Posada y Lucas se ha fundamentado sobre el eje financiero, es decir, en la asunción de competencias de orden económico, sin excesiva contaminación por factores ideológicos internos o propiamente asentadores de conciencia regional, tal que en la actualidad las gentes de León y de Castilla lo que básicamente perciben de su administración autonómica difiere poco de una entidad de crédito, bien en su aspecto recaudador, bien en el de proveedor de subvenciones.
Pues bien, esta grisura regional, intencionada desde el planteamiento de una derecha que no está dotada ni lo pretende para otro tipo de edificaciones, se dispone ahora a revestirse con uno de los elementos que, junto al sistema de salud, más decisivamente contribuyen a la arquitectura territorial: la gestión de su red educativa. Dada su capilaridad, su trascendencia y la repercusión sobre los futuros ciudadanos, incluso en una comunidad tan envejecida como la nuestra, esta vez sí que nos encontramos frente a un eje generador y no solamente arbotante como los antes reseñados. Por ello, si el previsible resultado de las elecciones autonómicas se confirma (escribimos cuando es mayo todavía) y la mayoría popular abrasa todo signo de renovación institucional, lo que al otro lado de la linde se adivina no es precisamente alentador de ilusión, por más que se puedan convenir relativos avances merced a las transferencias, sino la perpetuación mediante nuevos, fecundos medios, de un concepto de región con un exclusivo carácter económico y burocrático, siempre al servicio y mayor gloria de sus dueños.
Así pues, erguidos sobre la muria que separa el ahora del porvenir, y acordado que los años precedentes anuncian un futuro levemente halagüeño así para esta región deshilvanada como para su tejido educativo, retornan los cronistas a los claustros de la memoria, para proyectar sobre el presente reflejos que no deberían nunca consumirse en el olvido. De entre los nombres que fueron, pero que habitan todavía en el devocionario de cuantos le han convivido en lo político o en lo docente, uno viene a asomarse con incuestionable privilegio a la encrucijada que aquí hemos tratado. Justino Burgos González, en su día catedrático de la Universidad de León, inauguró en la primera legislatura autonómica la que pronto se tornará sede de nuestros quebrantos, la Consejería de Educación y Cultura. A medida que aquel germen iba con pulso firme derivando hacia el simulacro cultural de nuestros días, otros nombres de sucesores en el cargo venían a ennoblecer más si cabe el de este profesor perdido hace años para nuestra geografía política y académica. No se pretende en este momento elevar un panegírico a destiempo para retozar en los esplendores del pasado, perspectiva tan traidora como la de aquellos que fían en lo todavía por llegar la panacea para todos nuestros dolores y así lo cantan. Por el contrario, lo que sí nos parece de recibo, puesto que nadie lo llamará a la cita ni a la liturgia de la firma, es convocar en estos papeles sindicales la figura de quien, de haber sido llamado a gestionar el traspaso educativo, hubiera sin duda marcado impronta, estilo y genio, ya para negociar con otras administraciones o con los agentes sociales, ya para gestionar definitivamente las competencias. Ése fue su pesar, y el de muchos en aquella coyuntura, cuando hubo de abandonar tempranamente la Consejería que él había puesto a andar; pero esa misma era la condena de las autonomías conocidas como de vía lenta, y ésa es aún nuestra deuda con él. Aquí, en la frontera.
El cambio de legislatura en Castilla y León se nos revela en esta ocasión unido al cambio inmediato de titularidad en los asuntos educativos, y una y otra mudanza son susceptibles, como decíamos arriba, de provocar tanto el exceso y el ruido como la desconfianza y la inseguridad. Sea como fuere, quien esto suscribe, integrante del colectivo de afectados por tantas fronteras líricas o épicas, asiste al espectáculo con una actitud preventiva, a medias entre la cautela y la perplejidad; y a la hora de su traducción en palabras, no puede por menos que optar por la vía de la historia, esto es, por el mayor alejamiento posible de las sendas turbias de lo inminente.
Conviene advertir que desde el ángulo de la construcción autonómica, esta región apenas si ha consolidado solamente en sus años de vida el eje administrativo y el financiero. El primero de ellos, nacido en parte desde la nada y en parte desde la reconversión de estructuras pretéritas, fue alumbrado durante el mandato socialista, aquella brecha de cierto progreso abierta brevemente en el cuerpo amojamado de la política tradicional castellana y leonesa; con posterioridad, los sucesivos gobiernos conservadores no han hecho sino fortalecer y extender el aparato, procurando llevar el agua a sus molinos, de forma que los ciudadanos reconozcan al menos la existencia de los entes señalados con el rótulo Junta de Castilla y León, aunque no siempre puedan identificarse sus contenidos. Junto a esto, el aporte de los gobiernos de Aznar, Posada y Lucas se ha fundamentado sobre el eje financiero, es decir, en la asunción de competencias de orden económico, sin excesiva contaminación por factores ideológicos internos o propiamente asentadores de conciencia regional, tal que en la actualidad las gentes de León y de Castilla lo que básicamente perciben de su administración autonómica difiere poco de una entidad de crédito, bien en su aspecto recaudador, bien en el de proveedor de subvenciones.
Pues bien, esta grisura regional, intencionada desde el planteamiento de una derecha que no está dotada ni lo pretende para otro tipo de edificaciones, se dispone ahora a revestirse con uno de los elementos que, junto al sistema de salud, más decisivamente contribuyen a la arquitectura territorial: la gestión de su red educativa. Dada su capilaridad, su trascendencia y la repercusión sobre los futuros ciudadanos, incluso en una comunidad tan envejecida como la nuestra, esta vez sí que nos encontramos frente a un eje generador y no solamente arbotante como los antes reseñados. Por ello, si el previsible resultado de las elecciones autonómicas se confirma (escribimos cuando es mayo todavía) y la mayoría popular abrasa todo signo de renovación institucional, lo que al otro lado de la linde se adivina no es precisamente alentador de ilusión, por más que se puedan convenir relativos avances merced a las transferencias, sino la perpetuación mediante nuevos, fecundos medios, de un concepto de región con un exclusivo carácter económico y burocrático, siempre al servicio y mayor gloria de sus dueños.
Así pues, erguidos sobre la muria que separa el ahora del porvenir, y acordado que los años precedentes anuncian un futuro levemente halagüeño así para esta región deshilvanada como para su tejido educativo, retornan los cronistas a los claustros de la memoria, para proyectar sobre el presente reflejos que no deberían nunca consumirse en el olvido. De entre los nombres que fueron, pero que habitan todavía en el devocionario de cuantos le han convivido en lo político o en lo docente, uno viene a asomarse con incuestionable privilegio a la encrucijada que aquí hemos tratado. Justino Burgos González, en su día catedrático de la Universidad de León, inauguró en la primera legislatura autonómica la que pronto se tornará sede de nuestros quebrantos, la Consejería de Educación y Cultura. A medida que aquel germen iba con pulso firme derivando hacia el simulacro cultural de nuestros días, otros nombres de sucesores en el cargo venían a ennoblecer más si cabe el de este profesor perdido hace años para nuestra geografía política y académica. No se pretende en este momento elevar un panegírico a destiempo para retozar en los esplendores del pasado, perspectiva tan traidora como la de aquellos que fían en lo todavía por llegar la panacea para todos nuestros dolores y así lo cantan. Por el contrario, lo que sí nos parece de recibo, puesto que nadie lo llamará a la cita ni a la liturgia de la firma, es convocar en estos papeles sindicales la figura de quien, de haber sido llamado a gestionar el traspaso educativo, hubiera sin duda marcado impronta, estilo y genio, ya para negociar con otras administraciones o con los agentes sociales, ya para gestionar definitivamente las competencias. Ése fue su pesar, y el de muchos en aquella coyuntura, cuando hubo de abandonar tempranamente la Consejería que él había puesto a andar; pero esa misma era la condena de las autonomías conocidas como de vía lenta, y ésa es aún nuestra deuda con él. Aquí, en la frontera.
Publicado en T.E. Trabajadores de la Enseñanza Castilla y León, junio 1999
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