Páginas

martes, 9 de marzo de 1999

De pueblo

    Se recuerda todavía en los cada vez más profundos pozos donde se refugia la sensibilidad aquellas dos páginas siniestras que aparecieron en La Crónica de León el 9 de diciembre de 1986. Al hilo del conflicto étnico de Riaño (recordemos: fue aquel el año de la ejecución del valle so pretexto de unos riegos que todavía hoy los agricultores reclaman inútilmente), Julio Llamazares y Tino Gatagán nos regalaron un desfile sobrecogedor de esquelas, con las que ilustraban el sentimiento herido de numerosos ciudadanos ante la pérdida fatal de un puñado de seres vivos: Oliegos, Casasola, Bárcena, Vegamián, Burón… Efectivamente, esos y otros nombres conformaban la geografía mortal de los pueblos leoneses ahogados para siempre bajo las aguas de embalses implacables. Aún es tiempo en que su sonoridad conmueve al recitarlos: Miñera, Oblanca, Lodares, Huelde…

    Seis años después, en 1992, Luis Pastrana publicaba su libro Despoblados leoneses, un nuevo recorrido por los paisajes de la desolación, ocasionada esta vez por otro tipo de enfermedad mas de idéntico desenlace: pueblos muertos condenados al abandono, la rapiña y el saqueo. Un par de notas, de entre el despliegue fotográfico y documental, resultaban estremecedoras: respecto a datos de 1950, un total de 86 localidades habían desaparecido o estaban al borde de su extinción en 1991; otras 52 sobrevivían en las mismas fechas en torno a la decena de habitantes; finalmente, superaba los 200 la relación de despoblados leoneses a lo largo de la historia. Como en el caso de Llamazares y Gatagán, también Pastrana aportaba su fúnebre letanía: Ferradillo, Mirantes, Folgoso del Monte, Foncebadón…

     Valgan las dos referencias precedentes, ambas con su salmodia emotiva, para acercarnos desde el borde del abismo finisecular a una tendencia patológica persistente, contra lo que los índices económicos e hídricos podrían sugerir, cuyos gérmenes continúan actuando sobre un cuerpo rural doliente y desnaturalizado. Durante un tiempo nuestros pueblos murieron, bien bajo el efecto del agua que obligaba al sacrificio de unas poblaciones para el abastecimiento y el regadío de otras más privilegiadas en la selección de la especie, bien por razones económicas y culturales que dieron al traste con formas de vida apenas recordadas hoy merced a las colecciones etnográficas, las festividades rancias y la cosecha inmutable de los folcloristas. Pero ese proceso degenerativo no ha concluido, sino que, superada en apariencia la fiebre del pantano y triunfante el valor terapéutico del turismo rural y otros retornos al origen, nuevas formas perversas contaminan, infectan y destruyen pueblos hasta hace poco sanos en su condición, y que en escaso años están perdiendo su sentido, no para desaparecer como entidades físicas, pero sí para nublar definitivamente su destino. Me refiero al lamentable proceso de “arrabalización” que padecen localidades próximas a los grandes núcleos urbanos de nuestra provincia y en particular a su capital.
Otoño en la Sobarriba
    La moderna vida urbana acumula, como de todos es sabido, inconvenientes de diverso grado que, en mayor o menor medida, lejos de alcanzarse su solución, se agravan con el tiempo y con el crecimiento a veces desordenado de las ciudades. El tráfico, el tratamiento de los residuos, la polución, los asentamientos industriales, etc. constituyen infecciones tan serias que, por lo general, el único tratamiento que cabe ya aplicárseles no es otro que el de su extrañamiento más allá de los confines de la urbe y, a tal fin, se diseñan rondas de circunvalación, se construyen centros para el tratamiento de residuos y plantas depuradoras, se programan polígonos con carácter exclusivamente industrial, etc. Estas medidas, aun debidamente planificadas y desarrolladas conforme a leyes que podemos considerar útiles para la comunidad, causan no obstante más de un trastorno (he ahí, por ejemplo, el severo problema con que se topa esta provincia a la hora de ubicar un depósito para sus desechos) y no siempre suponen un remedio convincente (obsérvese el caso de la muy peculiar ronda inacabada de la ciudad de León). Ahora bien, ¿qué sucede cuando, en una acción mimética, las raíces de muchos de esos problemas se trasplantan de manera absolutamente irregular hacia las pequeñas poblaciones vecinas? Si ese procedimiento, cuando es convenientemente bendecido, produce de por sí inevitables pegas, ¿cuál puede ser el resultado si se adopta la vía digamos “alegal”?

     Pues bien, a partir de la creencia maliciosa en que no se puede poner puertas al campo, unida a la desidia, escasez de medios y, en algunos casos, complicidad de ayuntamientos de pequeño rango, lo que produce es una colonización salvaje de los pueblos por parte de los tumores que la ciudad excreta. Esos pueblos que, lejos de haberse desarrollado (en el sentido más positivo) de forma paralela a la ciudad inmediata, han permanecido dormidos bajo el abandono de las administraciones asisten de repente –porque el proceso es veloz como una peste- a la propagación del cáncer para el que desde luego no estaban preparados, y sus habitantes, vencidos por la impotencia y en ocasiones por la edad, contemplan resignados la brusca violación de su entorno y padecen sus consecuencias.

    De esta forma, lugares que pese a su proximidad a una población importante han conservado su fisonomía primitiva (y ello incluye no sólo su ruralismo lírico sino –lo que es más importante para nuestro caso- un evidente subdesarrollo en los servicios, equipamientos e infraestructuras) acogen por la ley de los hechos consumados buena parte de aquello que otros rechazan y para lo que, obviamente, no reúnen las mínimas condiciones exigibles. Y además, como quiera que este proceso nace y crece viciado, ningún beneficio colateral se deriva de él hacia esos espacios parasitados: ni los impuestos, cuando los hay, redundan en mejorar las condiciones de vida en el entorno, ni desde el punto de vista laboral suponen las más de las veces puestos de trabajo para los vecinos de esas zonas. Por el contrario, el mal estrangula más y más impidiendo justamente toda otra forma de desarrollo más humano (pensemos en el uso residencial) y enseñoreándose de la escena como un auténtico ejército de ocupación.

     Basta un breve paseo hacia el alto del Portillo y superar el minúsculo letrero que señala la frontera entre el municipio leonés y la Sobarriba para contemplar el alcance de la barbarie. Aparecerá ante los ojos del caminante el ejemplo grosero de cuanto he tratado de explicar: la barahúnda de naves industriales, de dudoso gusto y contenido, diseminadas a la ligera, sin criterio, sin atender a la presencia cercana de viviendas y saqueando incluso los bienes comunales; vertederos incontrolados, electrodomésticos abandonados como animales metálicos inertes, cunetas donde se enfangan grasas y aceites de motores y maquinarias, y vehículos plantados como oxidadas estatuas en medio de la nada; pesados transportes arrastrando su tonelaje sobre débiles vías locales varadas casi en los tiempos de los carros sin engalanar, bandadas turbias de furgonetas para las que -¡estamos trabajando!- parece no regir norma alguna de tráfico, y los aparcaderos nocturnos de los autobuses públicos de la ciudad de León que, paradójicamente, no prestan ningún servicio para unir la metrópoli con su colonia esquilmada; columnas de humo negro y denso producto de la combustión de plásticos y embalajes, y vertidos de todo tipo que viajan sin control para morir en las alcantarillas o en los aliviaderos naturales de los valles, olores, ruidos, cables, muchos cables, y ratas, muchas ratas. Un sinfín de síntomas malignos para una infección tan perturbadora que nos conduce incluso a considerar natural lo que evidentemente no es sino una agresión contra un espacio desprotegido.

     Se dirá que exagero y no lo negaré. Se pensará que me quedo corto y tampoco enmendaré esa opinión. Mi discurso surge de los cada vez más profundos pozos donde se refugia la sensibilidad, y desde esas simas no cabe otro juicio ni otro tono. Dejo los demás registros para quienes, en este año de comicios locales, elaboran programas y construyen listas de candidatos, entre los que siempre, tenazmente, inevitablemente, habrán de figurar individuos con vitola de alcalde vitalicio que han asistido, asisten y asistirán a la devastación de este tipo de poblaciones impasible el ademán. Y lo hago con la esperanza un poco pueril de que las retahílas con que arrancaba este escrito no tengan su continuidad inmediata en nuevas series de cadáveres sonoros, entre otros, Valdelafuente, Corbillos, Arcahueja, Golpejar, Tendal…

Iglesia de Corbillos de la Sobarriba
Publicado en La Crónica de León, 15 marzo 1999

No hay comentarios:

Publicar un comentario