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sábado, 25 de noviembre de 2006

Del zulo al palomar

    Tiempo atrás, los chinos me enseñaron lo siguiente: "en tiempos de crisis, no hacer mudanza". Y así procedí.

    Un 11S de fatal recuerdo me había instalado yo en el zulo de la calle Conde Luna, a la vera de Palat del Rey y de las campanas de la catedral. Cito estos dos detalles del paisaje porque en verdad ése ha sido todo mi paisaje durante los últimos cinco años: el sentimiento que emanaba de la vieja iglesia y la cadencia de unos sonidos nobles. No está mal, si bien se mira, aunque desde aquí el verbo mirar es poco menos que un absurdo. No obstante, el zulo tenía sus ventajas externas: todo estaba relativamente cerca y se podía llegar a pie a cualquier parte nuclear de la ciudad, bares, tiendas, plazas, el trabajo, las citas cotidianas...; también eran divertidos los vecinos que han transitado abundantemente por el edificio, incluido un comando chiíta que se dedicaba a la cocina y a la canción étnicas; y añadiré por último que lo mejor de todo ha sido no oír vehículo rodado alguno en el entorno, pero sí la lluvia golpeando sobre la uralita del patio interior. Son algunos de los jirones de vida que quiero conservar de este espacio en el que he habitado, he escrito y he amado a lo largo de un lustro. De hecho, a él debo parte de mis hábitos domésticos actuales, unos cuantos versos de la Lógica borrosa y ciertos sofocos homéricos.
 
    Quienes habéis conocido este breve hueco podéis haberos dado cuenta de las mutaciones que ha sufrido y, quizá como yo, reconoceréis que, aun ligero de equipaje, cinco años dan para acumular y crecer. En las paredes, por ejemplo, solamente lucía un dibujo abandonado por anteriores inquilinos de cómo debió ser el Gijón prerromano, y ahí ha seguido y permanecerá tras mi partida dejado a la deriva. Yo lo he acompañado, sucesivamente, con un antiguo cartel sobre ninfas y diótimas, dos afiches de la Universidad de Salamanca y del aniversario de Julio Cortázar, el cartel de la película À boût de soufle y una reproducción del Equipo Crónica. Y lo mismo ha ocurrido con los libros, amontonándose desde aquel inevitable y solitario Diccionario de María Moliner hasta los muy recientes ejemplares editados por el Diario de León con motivo de su centenario; y los discos, que se han multiplicado alarmantemente siguiendo la estela que va del Cometa Errante a Willi Deville. También me he comprado ropa, no creáis, hasta un traje elegante, calcetines vistosos y calzoncillos de última generación. ¡Ah, y muy importante!: murió mi antiguo Performa 630, donde aprendí las primeras letras digitales, y tuve que sustituirlo por una televisión plana y un arrebatador iMac, que es la envidia de los técnicos de ONO que por aquí han pasado a complicarme la vida telefónica. Por último debo citar que mi madre, cuando aún vivía, me ayudó a comprar un semi-sillón, porque me estaba dejando la espalda y el culo en unas sillas infectas que no recomiendo a nadie de los que, conmigo, dejasteis de ser hippies hace muchos años.
 
    Pero, claro, todo ello tiene su envés, como podréis imaginaros. Las sillas se han desencolado, quizá para siempre afortunadamente, y ello signifique el acta de defunción para quien viniese detrás de mí presto a heredarlas; la taza del váter o inodoro baila cada vez que me relaciono con ella, de forma absolutamente natural por otra parte; he probado sin ningún remedio varios tipos de ambientadores para combatir el olor de las cañerías y el de mi propio tabaco, si bien a éste, por familiar, le tengo cariño; y, en fin, comprenderéis que es duro dormir durante cinco años en una cuna, máxime si se tiene en cuenta mi edad y estatura, porque cunas son a la postre esas camas de noventa que todos, más o menos, hemos padecido alguna vez en nuestras vidas. Y, además, un quinquenio –lo digo en plan soviético, que conste- sin mover el sofá para eliminar las pelusas es demasiado tiempo. Quiero decir que merecía la pena una mano de pintura, no sé, lavar las fundas del sofá o cambiar ligeramente el mobiliario. Y lo cierto es que mi casero, a la sazón Presidente de la Federación Leonesa de Empresarios, es decir, hombre de posibles, no ha movido ficha, a pesar de nuestras cordiales relaciones políticas en el ámbito laboral, como agentes sociales que somos. Vamos, que el zulo amenazaba ruina si no se procedía a su pronta rehabilitación.

    A estas alturas del relato, debo informaros así mismo de una cuestión nada menor, con la que regreso a los chinos del principio: no me siento en crisis y, por lo tanto, puedo ver el mundo con otras perspectivas y tomar decisiones. No está mal, me parece, después de cinco años.
 
    Así pues, ha llegado el momento de trasladarse y sustituir el zulo por un palomar. Naturalmente, todo tiene sus pros y sus contras, de modo que alguno de estos extremos se os pueden figurar correctamente sólo con lo ya referido antes; pero me permitiréis abusar un poco más del costumbrismo, al que no suelo ser muy dado, y os aventuraré un poco los derroteros futuros, por si a bien tenéis compartirlos en algún momento de desesperación o simple interés anacreóntico.

    He dicho palomar y casi es así en efecto, sobre todo si se tienen en cuenta las reseñadas condiciones de partida. Pero es que, para mayor abundamiento, brinco desde los interiores urbanos hasta las lejanas avenidas del extrarradio, por donde el MUSAC prolonga sus vericuetos de barrio con pretensiones. Allá lejos, en la encrucijada de los reyes leoneses y los generales gutiérrez, desde la altura bien ventilada de un cuarto piso que mira al norte, se perfilan los altos de Cantamilanos y podría llegar a contemplarse, estirando el cuello de modo suicida, el cauce del Bernesga. Para empezar, es otro paisaje, es un paisaje. Como es lógico suponer, habrá que caminar más para llegar a cualquier parte, aunque el diligente ayuntamiento ha dispuesto de forma subsidiaria la línea 11 de autobuses, que te conduce en un cuarto de hora hasta el mismísimo centro de la ciudad. Y ya se sabe, de ahí al casco histórico, todo es ponérselo. En consecuencia, no es motivo de arredrarse, creo yo, aunque también para mí ha sido objeto de algunas horas o días de rumiante.
 
    Ahora dispondré de dos sofás amorosos, de una televisión supletoria y hasta de una habitación para invitados, si llega el caso. Debo resaltar que la cocina, para que os hagáis una idea, está dotada hasta de lavaplatos, que ya es decir el colmo del lujo, así que todo será que me dé por consagrarme a los fogones y os sorprenda un día con una receta de Inés Ortega. Eso sí, voy a tener que comprarme una mesa como Dios manda para el iMac, porque no pega nada con la camilla; y tampoco descarto un armario apañado, estilo IKEA, para almacenar los cedés y los deuvedés que regala EL PAÍS cada vez que inicia una nueva colección. Hay un pequeño problema con el desagüe de la ducha, pero si nuestra relación no llega a un grado de intimidad suficiente, prefiero no explicároslo porque apenas entiendo de ese tipo de  fontanería. Y, bueno, el termostato está un poco escondido, pero como yo soy de músculo alargado no tengo problemas de acceso. En fin, supongo que cuando me instale descubriré otros detalles conmovedores, así que no me entretengo.
 
    Quiero deciros también que me veo en la obligación de cambiar el número de teléfono fijo. El traslado a Barcelona de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones no ha servido para nada y ha hecho bien el Tribunal Supremo en anularla. El caso es que llevo casi dos meses sumido en un proceso de migración entre compañías y de portabilidad del número original que ha resultado más infructuoso que el de la fusión fría. Con un poco de suerte, lo cual no está garantizado en el ámbito de los servidores de telefonía, mi próximo número será el nueve ocho siete uno siete uno tres cero seis; lo escribo así para que entendáis mejor mi estado de enajenación con las compañías. Y, lo más importante, mi nueva calle se llamará Las Médulas, todo un patrimonio de la humanidad, o reserva de la biosfera, o algo así. A mi modo de ver, es una buena referencia para suceder al Conde Luna; al menos, no es un nombre de santo ni de fecha irreconocible.

    En suma, he querido escribir esta ligera crónica del traslado para que participaseis de ello y de cuanto significa. Estoy convencido de que es una nueva etapa a la que, por supuesto, os invito. No habrá acto de inauguración, pero a partir de este fin de semana, coincidiendo con el cumpleaños de mi hermano y algún acontecimiento histórico que sin duda ocurrirá, podremos disfrutar juntos del palomar y de cuanto nos traiga. Pero, como suelen decir tontamente los chinos y otras personas humanas, ésa ya es otra historia.

León, noviembre 2006

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