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lunes, 12 de octubre de 2009

¿Desarrollas o sostienes?

    Una lógica borrosa se desliza desde el pensamiento hacia el lenguaje y provoca matrimonios semánticos en apariencia nada convenientes. Existen ejemplos líricos de gran sonoridad y sugerencia, como las heladas negras o las tormentas secas. Del mismo modo, descubrimos también parejas paradójicas en las descripciones de la épica moderna cuando se habla de guerras humanitarias o del fuego amigo. Y, claro, tampoco faltan ejemplos en la prosa analítica del porvenir económico mundial, para el que entre otras fórmulas opacas se dice que ha de apoyarse en el desarrollo sostenible.
 
    Lo cierto es que a lo largo de la historia de la humanidad el progreso ha seguido rumbos que en muchos sentidos han puesto en jaque su propia continuidad. Ello se ha hecho especialmente perceptible  y casi insoportable en estos tiempos salvajes, cuando el planeta parece al borde de la asfixia y, sin embargo, todos, cada vez más, seguimos aspirando a un mayor desarrollo: los países de la élite para mantener su posición de privilegio, los emergentes para consolidar su despegue y los condenados para animar una mínima esperanza. Crecer es el objetivo así en las grandes magnitudes como en las cortas distancias; más aún cuando el capitalismo, o lo que sea, se ha convertido por fin en la ideología dominante, o lo que sea, si no en la única.
 
    En ese contexto, conocidas por otra parte las orgías y perversiones que han estado a punto de conducir al sistema a su propia inmolación, pensar que desarrollo y sostenibilidad son conceptos compatibles resulta casi una ingenuidad. Posiblemente una ingenuidad obligatoria porque, a pesar de que en numerosas ocasiones el lema del desarrollo sostenible no sea más que un eufemismo cosmético, no queda otro remedio que agarrarse a él como a un clavo ardiente. Ahora bien, si ha de ser así, será mejor que definamos los términos con la mayor de las precisiones y que valoremos en ese instante si estamos dispuestos a asumir el peaje no sólo lingüístico.
 
    Por ejemplo, todo progreso social lleva consigo un importante coste energético, el cual, para ser verdaderamente sostenible, ha de atender a tres ámbitos: el económico, el social y el medioambiental. Y no vale acentuar el interés sobre alguno de ellos para orillar a los otros, pues el equilibrio entre los tres es condición necesaria para sostener el conjunto sin hacerse trampas. La cuestión no es si se debe cerrar o no Garoña sólo por razones de pura militancia u oportunidad política, si los parques eólicos deben elevarse al cielo a toda costa con independencia de los vericuetos en la tramitación de sus licencias o si el carbón debe seguir quemándose por motivos de subsistencia de las cuencas… En cualquiera de estas materias, como en lo solar o en el petróleo, la clave está en discernir si los pilares económico, social y medioambiental se sujetan en adecuada armonía, porque de lo contrario no hay arbotante que lo soporte. Y aún más: ¿hasta dónde estamos dispuestos a afrontar el coste que ello conlleva, ya sea a título individual o colectivo?
 
    Bajo ese planteamiento y en medio de los temporales que sacuden al mundo, muy en particular a España y a los españoles, este país requiere con urgencia determinar tres escenarios: el mix, la política y la dieta energética. Es decir, la combinación de fuentes de energía, su planificación y los límites con los que puede gestionarse hoy y en el futuro el derecho esencial a la energía, conforme sobre todo a su ahorro y eficiencia. Naturalmente, ello tiene también mucho que ver con el modelo productivo por el que vayamos a apostar, una vez agotado el monopoly en que se había convertido nuestro patrón de crecimiento por antonomasia. La Ley de Economía Sostenible que a tal fin prepara el Gobierno debería por ello coordinarse con el contexto señalado antes y con los principios enunciados más arriba, ya que de no ser así se estaría alumbrando –nunca mejor dicho- una nueva decepción. Además, tanto la Ley como los escenarios pendientes deberían contar con la participación de los agentes sociales al lado de todas las administraciones como garantía para su máxima cohesión. Sin ir más lejos, el tipo de empleo que vaya a determinarse en función de este nuevo mapa constituye, a nuestro modo de ver, el núcleo social que, como hemos dicho, conforma al lado del económico y medioambiental un verdadero desarrollo sostenible.
 
    Por todo ello, una sola ojeada al Proyecto de Ley basta para producir desasosiego. Se echan en falta en él, junto a otros aspectos que no vienen ahora al caso, líneas de actuación estratégicas como la gestión forestal, depuración y reutilización de aguas; no contiene tampoco medidas para el fomento de una política sectorial activa que venga a incrementar el peso de la industria en nuestra economía, reforzando de paso el tejido productivo y promoviendo nuevos procesos industriales; y no incorpora ni las medidas necesarias para reactivar la economía, ni un marco regulador de la política energética unido a la revisión del modelo tarifario y de primas a la producción, ni la variación en la intensidad de las reformas del sector turístico para asegurar su pervivencia en condiciones sanas.
 
    Esto es lo que hay, parece ser. Los textos legales se escriben con una lógica que generalmente no es ni cartesiana ni borrosa, y su redacción, a la inversa de lo que cabría esperarse, no va del pensamiento al lenguaje sino al revés; por eso resultan vacíos en demasiadas ocasiones hasta que los reglamentos y desarrollos posteriores los andamian debidamente. A tiempo estamos, pues, para que los legisladores se formulen al menos la pregunta que da título a esta tribuna y hurguen con ella en el meollo del articulado para modificarlo. Porque puede ocurrir que, en caso contrario, ni siquiera tenga sentido la disyuntiva y aquí no desarrolle ni sostenga ni dios.

Publicado en El Mundo de León, 13 octubre 2009

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