Plaza Santo Domingo (León) in illo tempore |
En las plazas de nuestras ciudades y de nuestros pueblos se ve la vida de sus habitantes de forma casi tan nítida como si entrásemos en sus cocinas y abriésemos los frigoríficos. Cómo es la geometría y disposición de esos espacios públicos, qué gentes o máquinas deambulan por ellos, cuáles son sus actividades de referencia, de qué modo combaten los elementos… son aspectos que dicen mucho o lo dicen todo de quiénes somos o cómo nos comportamos cuando convivimos con los otros en un territorio familiar.
De repente alguien tocado por no se sabe bien qué don o desgracia ha tenido la ocurrencia de que la Plaza de Santo Domingo de la ciudad leonesa sea declarada bien de interés cultural. Según parece con el fin de preservarla para la posteridad, dados sus supuestos valores históricos, arquitectónicos o vaya usted a saber. Lo cual nos revela, si no fuera porque siempre hay gato encerrado en estas piruetas urbanísticas, el concepto que del interés cultural tiene ese alguien; incluso el concepto de bien, que ya es decir. Se mire como se mire, es ésta una plaza contaminada desde todos sus ángulos: desigual en su fisonomía, con algún edificio notable, es verdad, pero con un par de ellos que ofenden la mirada; irrespirable en conjunto, preñada de vehículos, especialmente autobuses, que devoran todo bienestar; peligrosa por lo mismo, con seis pasos de peatones y otros tantos juegos de semáforos para regular el riesgo; ruidosa pero no por la algarabía humana, sino por motores y sonidos anejos; intransitable tanto por lo anterior como por la colección de mobiliario urbano dispuesto al efecto para una bonita gymkhana; e inhabitable, en fin, porque cualquiera se detiene allí para solazarse en el pulso ciudadano… He ahí el significado de lo que algunos entienden por bien de interés cultural, poco menos que la barbarie. Eso sí, se cita una fuente ornamental como seña emblemática a salvar, como si estuviésemos hablando poco menos que de la Fontana de Trevi o la de la edad de Luis Mateo Díez.
Pero no nos equivoquemos. La aventura del diseño reciente de las plazas públicas arroja en nuestra ciudad y en nuestra provincia un balance penoso. La aparente modernidad con la que se ha querido actuar sobre muchas de ellas ha acabado convirtiéndolas en su mayoría en lugares inhóspitos, desangelados, exactamente lo contrario que cabría esperarse de un espacio público tan propicio para el intercambio y la convivencia. Si uno piensa, por ejemplo, en lo que fue y en lo que es la llamada Plaza de las Palomas o del Ayuntamiento lo comprenderá de inmediato: un enclave muerto, si se exceptúa el mínimo jardincillo, lo que dice mucho de lo que es y no es. Por lo general, las plazas se desnudan y se focalizan hacia una actividad y un público que excluye al resto, se las abre en canal para que a su través penetren los fríos y los soles según épocas, y se limpian sus horizontes para que queden vistosos los monumentos en las postales y en las fotografías de los viajeros. Ésos parecen ser los criterios, a los que inevitablemente se une una estética llamémosle fascista de espacios amplios dispuestos para colosales demostraciones de masas.
Quizá haya todavía quien recuerde que hace algo más de una década se convocó un concurso de ideas para remodelar la Plaza del Ayuntamiento de la ciudad de Ponferrada con motivo de la construcción bajo ella de un aparcamiento. Aquel concurso se declaró desierto, debió ser que no había ideas, y los técnicos y políticos del municipio se encargaron por su cuenta de levantar una superficie vacía, plana, yerma, opuesta de raíz a cuanto una plaza pública pueda tener de acogedora. La conclusión es evidente: lo que realmente importaba era el reino subterráneo de los vehículos; la vida de las personas en superficie era subsidiaria. Menos mal que durante este tiempo la Ponferradina ha ascendido de división en dos ocasiones, lo cual debe justificar seguramente los baños de multitudes para los que al cabo se condenan estos lugares a mayor gloria de los que oran desde el balcón municipal.
Algo parecido podríamos decir, al referirnos a la ciudad de León, respecto a su Plaza Mayor, la de Regla o la de San Marcos. La primera es un perfecto ejemplo de un pésimo aprovechamiento y de una lastimosa acción política; a pesar de sus cualidades naturales y consuetudinarias, lo que fue una encrucijada para el comercio se limita hoy al mercado de miércoles y sábados, mientras triunfan en ella los botellones nocturnos legales e ilegales que condenan cualquier otro uso, incluso el puramente residencial, certificando su perpetua degradación. La de Regla es el típico modelo de reserva para turistas y ceremonias de presos perdonados, ajena a la realidad diversa y cotidiana del resto de la ciudad y por lo tanto irreal; como ese árbol artificial de navidad que le colocan año tras año a modo de reminiscencia hortera de lo que pudo ser y no fue. Y la de San Marcos es el clásico decorado para imágenes cursis de boda cursi, pequeñas paradas militares y, últimamente, exaltaciones del padel, donde sólo son felices las palomas que beben en sus peculiares bañeras y los que fuman a la puerta del Parador porque dentro ya no se lo permiten. En resumen: si en las plazas, como hemos dicho, se muestra la vida de los habitantes de una ciudad, los leoneses y leonesas debemos ser básicamente borrachos, teatralmente religiosos y esencialmente aparentes.
Lo cual que hemos escuchado a una concejala del Partido Popular remachar lo de la Plaza de Santo Domingo, afirmando sin rubor que “constituye un entorno clave para el paisaje urbano de León”. Pues estamos arreglados; si a lo antes indicado acerca de nuestras cualidades tenemos que añadir ahora que ése es el paradigma de nuestro paisaje urbano, está claro que merecemos estar fuera de Castilla, fuera de Europa y fuera del planeta, porque demostramos ser auténticos extraterrestres. Y entiéndaseme: no digo que la solución que promueve en estos momentos el equipo de Gobierno del Ayuntamiento de León sea la más aceptable, pero todo lo que pueda contribuir a hacer de ese entorno clave un lugar más humano, agradable y dicharachero debiera ser saludado con satisfacción al menos por las gentes de bien.
Publicado en El Mundo de León, 28 junio 2010
Pues es verdad: donde esté una Plaza Mayor que se quiten Aldabas, Brañas y demás glorietas menores (incluida la de Santo Domingo, por cierto).
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