Me cabe el honor de dirigirme a ustedes en este acto inaugural de las IV Jornadas Sectoriales, que organiza la Federación de Sanidad y Sectores Sociosanitarios de CCOO de Castilla y León, y hacerlo con el propósito de observar el hecho hospitalario con una perspectiva menos técnica de lo que las propias Jornadas se proponen; pero a la vez –quiero suponer- sin desmerecer el rigor ni la seriedad que caracteriza al conjunto de ponencias recogidas en el programa. Procuraré que así sea y que este papel de privilegiado telonero que se me ha asignado no les decepcione.
Les confesaré, en principio, que la denominación genérica con que se bautizó mi intervención, el aspecto humanista del hospital, me resultó un verdadero desafío; me imagino que al igual que a ustedes. ¿Quién soy yo, de profesión comentarista de textos para muchachos y muchachas de la Secundaria y de dedicación sindicalista, para atreverme con semejante asunto? Desde la organización, se me garantizó libertad de cátedra y ello supuso tanto un alivio como un nuevo laberinto, dada la vastedad del paisaje que así se iluminaba. En fin, pensé para mis adentros, si uno ha sido capaz de desentrañar el ritmo interno de un verso endecasílabo, pongamos por caso el conocido “tiritas pa este corazón partío”, y que esos jóvenes enamoradizos lleguen a comprenderlo, mal se nos tiene que dar para no tener un éxito mediano si nos metemos a fondo en el gran botiquín de urgencias, que al cabo no otra cosa es de entrada un hospital. Por otro lado, cabe considerar que un servidor, seguramente como cualquiera de los presentes, aunque haya honrosas excepciones, acumula ya una acrisolada experiencia como enfermo crónico, que quizá sea el mejor de los salvoconductos para transitar por la siniestra materia sobre la que vamos a tratar. Vayamos a ello, pues.
En nuestros tiempos mozos, cuando formábamos parte también de la tropa enamoradiza y tanto sufríamos por esa causa, que alguien de nuestro entorno se atreviera a sugerirnos que la salud es lo más importante era interpretado por lo menos bien como una memez, bien como un eco paternal abominable. Por eso, porque éramos ingenuamente dichosos entre otras cosas, rechazábamos así mismo con vehemencia el designio conservador y tradicionalista del refranero, y entre la salud, el dinero o el amor, elegíamos el amor, por dios, el amor, faltaría más. Es decir, sin saberlo nos entregábamos al mal de amores que, como sí es sabido, comparte con el dios Jano, tan vinculado a la obstetricia, ese rostro bifronte que mira por igual a los comienzos y a los finales, al remedio y a la enfermedad. Quizá por esa razón nuestra primera experiencia hospitalaria fue la de la sobredosis, la del intento de suicidio, la del amor desesperado: una llamada a media tarde, unas pastillas, el claxon y un pañuelo blanco asomando por la ventanilla del 127, la incertidumbre y la ansiedad en una sala de espera al lado de un padre-adversario, el lavado de estómago y el cristal blanquecino a través del que se podía observar al fin el cuerpo recuperado de la víctima. ¡Ah! y el capellán, que inevitablemente acudía presto a reconvenirnos a todos por semejante infamia. Meno mal que de todo aquello nos dieron el alta.
O nos la dimos, que no es lo mismo, tal vez porque crecimos o tal vez porque leímos a tiempo a Jaime Gil de Biedma: “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde / -como todos los jóvenes, yo vine / a llevarme la vida por delante. / Dejar huella quería / y marcharme entre aplausos / -envejecer, morir, eran tan sólo / las dimensiones del teatro. / Pero ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”. Esto es así, qué le vamos a hacer… De modo que de las tiritas y del corazón partío hemos tenido que saltar vertiginosamente a otra dimensión mucho más severa de la existencia, y de forma paralela las visitas a los hospitales se han incorporado también a nuestros itinerarios más comunes. Aunque no se inquieten, hay por fortuna quien piensa de otra manera y nos sugiere revoluciones todavía pendientes, incluso en esto del sanar y del enfermar. Boris Groys, por ejemplo.
En estas fechas de celebraciones mediáticas por el vigésimo aniversario de la caída del muro, el amigo Boris nos aporta un soplo del Berlín Oriental, donde nació en 1947, si bien ejerce desde hace años como profesor de Filosofía y Teoría de los Medios de Comunicación en la Universidad de Karlsruhe, en la muy occidental y única Alemania. Según su docta opinión, “el valor fundamental de las sociedades capitalistas es la salud. Si se ve hoy el amor con bueno ojos, y ya no es esa tragedia que contaban los románticos, es porque han comprobado que practicarlo es saludable, que hacer el amor reduce el estrés o cosas por el estilo. También en Estados Unidos se considera que es bueno pensar una media hora al día porque ha habido estudios que han demostrado que se trata de una actividad que, siempre que no se abuse, genera unos procesos químicos que son provechosos para la buena salud. No hay otra opción para disentir que reivindicar la infelicidad, la enfermedad, el fracaso, la ruina”. Dejo aquí esta vía abierta y casi inexplorada para cuantos de ustedes quieran aventurarse en el pensamiento de la neomodernidad. No se crean, para cuantos en 1989 fuimos trastornados es todo un consuelo.
Porque yo, a lo que venía era más bien a hablar del aspecto humanista de los hospitales y va siendo el momento de ajustarse un poco más al prospecto. Miren ustedes, desde este salón de actos que nos contempla, desde este complejo hospitalario, como pretenciosamente lo llaman ahora, heredero de lo que los habitantes de la provincia de León conocían como “la residencia”, merece la pena entretenerse un poco en la geografía hospitalaria de la ciudad. Porque esta ciudad, todas nuestras ciudades al fin y al cabo, se reconoce a sí misma por lugares emblemáticos que son sus verdaderas señas de identidad. Entre ellos, junto a iglesias, casonas y edificios civiles insignes, se deben situar los recintos de salud que a lo largo de la historia han pespunteado la trama urbana y social.
Los antecedentes de este lugar donde hoy nos encontramos se situaban no en el extrarradio, como ahora, sino en el mismo núcleo de la ciudad. Como nos ha enseñado el muy erudito Juan Carlos Ponga en su libro León perdido, que me permito recomendarles tanto a indígenas como a forasteros, nuestro origen hospitalario “se remonta a las diversas fundaciones que hacen los obispos de León desde el traslado de la sede real de Oviedo a León. La primera se debe al obispo Pelagio en 1084, que funda un hospital para pobres, débiles y enfermos bajo la advocación de la Virgen de Regla. Posteriormente, en 1101 el obispo Pedro funda un hospital con la titularidad de San Marcelo”, y así sucesivamente hasta llegar a nuestro caso, en 1531, cuando se crea el Hospital de San Antonio Abad, puesto bajo la tutela de ese santo y bajo ella llega nada menos que hasta el siglo XX. “Se levantaba entre la cerca medieval (hoy calle Independencia), la iglesia de San Marcelo y el Ayuntamiento”, es decir, como hemos señalado antes, en el presente centro urbano de la ciudad. Tal y como relata Policarpo Mingote y Tarazona, “tenía en su origen la misión de socorrer a los pobres, imposibilitados y peregrinos de otras provincias que a él acudiesen en demanda de hospitalidad, encargándoseles rogaran a Dios por el Rey, el Obispo y el Cabildo. El considerable aumento de la población indigente, la afluencia de trabajadores llegados para ocuparse en las obras del ferrocarril del noroeste, el general estado de nuestra provincia y varias causas más, hicieron que en 1862 la administración de este centro benéfico acudiese a la Diputación Provincial”. Así, por un Decreto de 8 de mayo de 1863 la Diputación quedó obligada a sufragar el déficit y mantener el hospital. Mucho después, en 1919, a causa de la aprobación del ensanche, que incluía la remodelación de la plaza de Santo Domingo, se trasladarían sus servicios a los Altos de Nava, donde hoy estamos, a un nuevo y moderno edificio que no es ya éste, sino el que queda a nuestras espaldas, dedicado en la actualidad a tareas administrativas y a otras cuestiones.
Quiero resaltar aquí que nuestra ciudad, posiblemente como tantas otras, dispuso en el pasado siglo de una bonita colección de edificios sanitarios, que fue devorada por el hambre depredadora de ediles y constructores en la década de los setenta. Como verán, burbujas inmobiliarias hubo siempre aunque seguramente nunca tan graves como la que ahora padecemos. No eran hospitales, esto es, en origen establecimientos de asistencia gratuita, sino establecimientos de pago que vinieron a denominarse de una manera mucho más amable, sanatorios, un término hoy casi archivado, como aquellos edificios que se comió la especulación y el mal gusto arquitectónico. Resulta oportuno, pues, honrar la memoria de lo que hemos perdido y que también glosa en su libro Juan Carlos Ponga: en la calle Lope de Vega, el Sanatorio Hurtado; en el Paseo de la Condesa de Sagasta, el Sanatorio Eguiagaray y el Sanatorio Néstor Alonso; y en la plaza de las Cortes Leonesas, el Sanatorio Mata. Como su nombre indica y María Moliner define, fueron “establecimientos convenientemente dispuestos para la estancia de enfermos que necesitan someterse a tratamientos médicos, quirúrgicos o climatológicos”.
¡Qué tiempos aquellos! Desde que la televisión emitiera la serie Centro médico, a principios de los años setenta, y el doctor Ganon arrebatara el corazón de un sinfín de jovencitas, hasta las actuales peripecias del doctor House y de Urgencias, con George Clooney haciendo lo propio, hay que reconocer que la medicina y los hospitales han avanzado bastante. Incluso las farmacias simulan hoy luminosos supermercados a diferencia de las oscuras boticas. También es verdad, sin embargo, que la fiebre hormonal mantiene sus constantes a pesar del paso del tiempo, lo cual explica –pienso yo- la persistencia del rol del atractivo médico internista. Sea por los estragos que estos personajes han producido entre la población, sea porque uno fue educado en la cultura del antihéroe como mejor terapia, debo confesarles que, de entre toda esa larga serie de series más o menos clónica, mi preferida fue y sigue siendo Doctor en Alaska. Todavía me despierto algunas noches paseando entre alces por las calles heladas de Cicely.
Y es que hay muchos tópicos y lugares comunes en esto de la trama hospitalaria, y a desenmascararlos contribuirán sin duda los debates que puedan suscitarse en estas Jornadas. Uno de ellos, quizá el más preocupante a nuestro juicio, es el orquestado desprestigio de la sanidad pública, de lo público en general. Ya en la época de estudiantes, un pintoresco profesor de francés, el inolvidable para muchas generaciones y por muchos motivos don Waldo Merino, solía advertirnos del poco respeto que se tenía por los bienes mostrencos, aquéllos que no tienen dueño conocido. De entonces acá la marea ha arrasado numerosas bahías y la tempestad neoliberal, cuyos abusos está provocando abundantes naufragios, no cesa en ese trabajo de zapa para apropiarse de todos los servicios públicos, con la complicidad en numerosos casos de las propias administraciones que, ellas sí, son los auténticos titulares de lo mostrenco por delegación de la voluntad popular. A ello contribuye así mismo un sentimiento funcionario que se ha apoderado de nosotros en el peor sentido de la palabra y una trivialización de las relaciones humanas, a partir de la cual todos o casi todos nos hemos ensoberbecido, a la vez que de un tiempo a esta parte nos hemos convertido indistintamente en profesionales de la justicia, de la sanidad, de la enseñanza o en seleccionadores nacionales de fútbol. De ahí a dar lecciones sólo hay un pequeño paso para el hombre pero un paso gigantesco, de retroceso diría yo, para la humanidad.
Vivimos cada vez más en una sociedad-basura y parece importarnos cada vez menos. Comida-basura, televisión-basura, bonos-basura, contratos-basura, vuelos low-cost, bazares chinos, hipotecas subprime… Da la impresión de que no existe escapatoria. Incluso, como remacha el periodista Vicente Verdú en su ensayo El capitalismo funeral, “en esta actualidad, los artefactos son planos, las pantallas, las tarifas, las compresas son planas, y hasta el planeta se ha descubierto que también responde a la estampa de lo más plano, transitable e igual. Los cuerpos tienden a la delgadez, la arquitectura o el arte acogen el minimal y las ideologías son sintagmas de tres palabras: «Yes, we can»”.
De acuerdo con esa línea de pensamiento y teniendo en cuenta los augurios más pesimistas sobre la crisis general que nos ahoga, quienes aseguran que este país será mucho más pobre dentro de una década de lo que lo era diez años atrás, la pregunta que debe inquietarnos a todos aquí es muy simple: ¿podríamos soportar también una sanidad-plana y unos hospitales-basura?
La respuesta, a mi juicio, es evidentemente que no. Ahora bien, no estamos ni para declaraciones ni para retórica. En nuestra condición de usuarios de los hospitales públicos o de empleados públicos que en ellos prestamos servicio no cabe otra alternativa que la defensa de éste que llaman uno de los pilares del estado de bienestar, la sanidad, que, junto a la enseñanza, el sistema de pensiones y, todavía de modo balbuciente, el sistema de la dependencia constituyen las principales conquistas de nuestro país a lo largo de los últimos decenios. Y para su salvaguarda es preciso reclamar, ahora como siempre, la reconsideración del conjunto del sistema fiscal español, para hacerlo más equitativo, progresivo y suficiente para financiar las políticas que necesitamos; entre otras, acelerar la construcción de centros educativos y sanitarios públicos como contribución al cambio de patrón de crecimiento.
Permítanme, para acabar, un par de licencias más, que enlazan con el sentido humanista con el que hemos querido nutrir esta intervención.
La primera de ellas se refiere al reconocimiento de los profesionales que desempeñan su trabajo en centros como éste, que no siempre consiguen el respaldo y ser valorados en su justa medida ni por los gobiernos ni por la sociedad en general. De forma paralela, habrá que romper también una lanza por los ciudadanos y ciudadanas que peregrinan por este edificio mastodóntico, obligados por listas de espera y otros intríngulis a una paciencia digna del santo Job –que, contra lo que algunos afirman, parece ser que sí que hay muchos- y que depositan en ustedes, trabajadores y trabajadoras de la salud, los pasajes más dramáticos de su existencia, desde el buen nacer al buen morir. Así que, si atendemos al significado más literal del término humanista, el que lo emparienta con lo humano, quiero personificar este homenaje en un médico oftalmólogo, ya desaparecido, merced a cuya humanidad y buen oficio uno puede todavía medianamente verles desde esta tribuna y leerles estas palabras. Fue el doctor Fernando Salgado, que en la antigua Residencia Virgen Blanca –el otro precedente de este cuasisantuario- dejó su impronta entre colegas y pacientes.
Y, por otro lado, si lo que preferimos es echar mano de la acepción que une lo humanista a las personas de gran cultura, justo es y merecido también rendir pleitesía en una Jornada de este tipo, que lleva el sello de Comisiones Obreras, a nuestro anterior Secretario General, José María Fidalgo, médico traumatólogo, leonés y sindicalista ejemplar, con quien tanto y de tanto hemos aprendido. También de sanidad, también de hospitales.
Muchas gracias.
Ponencia de apertura de las IV Jornadas Sectoriales. Los hospitales públicos de Castilla y León: calidad, servicios y recursos.
León, noviembre 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario