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viernes, 3 de noviembre de 1995

Palat o el alma

    Bajo la advocación de don Manuel Vicent, quien en reciente artículo nos advertía sobre el alma de las ciudades, debo dar comienzo a este artículo con una afirmación de dudoso fundamento, si bien -como se sabe- en cuestión de almas poco puede la razón y sí en cambio la fe, de la cual, como si de una religión se tratara, doy aquí testimonio. Pues bien, el aserto de partida se refiere a la convicción de que estamos prontos a asistir al enterramiento definitivo del alma de la ciudad de León, o lo que es lo mismo, a uno de los más bárbaros atropellos que sobre los bienes culturales leoneses pueda ejecutarse. Hablo de la iglesia de Palat del Rey.

    Hace escasas fechas, con ocasión de una visita de la Consejera de Cultura de la Junta de Castilla y León, se confirmó la decisión de los responsables del Patrimonio en el sentido de sepultar los hallazgos arqueológicos habidos de las excavaciones que, financiadas por la propia Junta, se llevaron a cabo en dicho templo en la década pasada. En la exposición de motivos no se menosprecia el valor de lo descubierto, ya sean piezas rescatables o restos de obra, pero se señala que no se puede hacer un museo de cada excavación y que, por otra parte, el Obispado reclama la reapertura para un uso religioso. Y puesto que no se entra en materia histórica explícita para argumentar, no lo haré tampoco yo, y quede el asunto para quienes, interesados y conocedores, tercien en él y comprometan en ello su buen saber.

    A mi entender, desde una postura puramente animista como la que defiendo, la determinación administrativa es un acuerdo de desalmados, esto es, propio de individuos que, con independencia de sus otras cualidades, no atienden ni respetan el espíritu que habita así en los seres como en las cosas humanas.

    Si por mor de una curiosidad localista o, más aún, a causa de una imprescindible búsqueda de lo que para la ciudad leonesa es su parte inmaterial, aquello con lo que tomaríamos conciencia de lo que nos rodea y de nosotros mismos en cuanto ciudadanos que se integran en un enclave con dimensión temporal y con el cual deben entablar relaciones afectivas e intelectuales, no me cabe duda de que ese aliento duerme bajo el suelo de Palat del Rey. Vive allí el origen y la maravilla del crecimiento, la luz primera y el fulgor consecuente, el desarrollo y la decadencia de la ciudad. En su escasa superficie se concentra el sentido y la evolución de esta ciudad destartalada que venera joyas evidentes de momentos concretos de su historia, que se indigna por el abandono al que se las somete y que organiza campañas para reclamar la atención que tan magna exposición monumental merece; pero que calla y otorga cuando se trata del mejor testigo de su fluir antiguo.

    Tuve la suerte de visitar, como un furtivo, el yacimiento y no necesité palabras que me convencieran de la necesidad de su preservación. Tampoco dudé de que ese mínimo edificio reunía la condición de lo eterno, al margen de su carácter sagrado o no, y que sustraerlo por más tiempo al conocimiento general de los leoneses era privarles de una parte decisiva de su ser, de su entendimiento y de su sensibilidad. Por ello me aterra la noticia de su desaparición, no ya a causa de avatares históricos como sucediera a lo largo de siglos, sino debido a la necedad de un breve interludio en el tiempo.

    Y lo grave no es sólo pensar en el desperdicio irreparable, en la oportunidad desdeñada o en las connotaciones que una decisión así oculta. Porque grave es enterrar de nuevo lo desenterrado sin atender a su proyección histórica, cultural y didáctica; grave, ignorar el potencial que, bajo el ropaje de lo inerte, genera vida e identidad; grave, burlar el beneficio del colectivo para honrar la soberbia individual. No, lo realmente terrible es que se trata de actos en los que no sólo se aniquila el espíritu de lugares de por sí ya degradados, sino que también subyugan -como bien denuncia Vicent- el alma de cada uno de sus habitantes.

    Evidentemente, divierte más a los poderes públicos -sea Junta, Diputación o Ayuntamiento- entretenerse en los proyectos de sus disneylandias artísticas. También es evidente que el humilde Obispado necesita locales para cuidar de sus “almas” cristianas. E incluso voces de arquitectos se alzarán que achaquen a la excavación los cuestionables réditos de una techumbre que aconsejan zanjar el asunto sin más contemplaciones. Hágase, por lo tanto, y no permitan por más tiempo que se nos caiga el alma a los pies. Arrójenla ustedes directamente lo más abajo que les sea posible: al subsuelo mismo de Palat del Rey.

    (Con Fernando Miguel Hernández, sin cuya labor no sabríamos quiénes somos, lo poco que somos).

Publicado en La Crónica de León, 16 noviembre 1995

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