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jueves, 17 de abril de 2003

El hecho religioso en la guerra santa

    Beethoven, El Greco y otras entidades de la cultura y de la historia universales podrán por fin ser comprendidas con acierto por las futuras generaciones merced al hecho religioso, semi-asignatura amancebada con la estricta religión católica que la ministra Pilar del Castillo defiende con la fe propia de los conversos. Evidentemente, quienes no tuvimos la fortuna de educarnos en la trascendental aritmética de los hechos, si se exceptúan los que tiempo ha fueron de obligado cumplimiento, es decir, los de los apóstoles, nunca sabremos ya lo que nos hemos perdido y proseguiremos nuestra singladura inválida por un mundo que apenas si alcanzamos a comprender sólo en su epidermis.

     Quizá por ello nos empeñamos en no entender por qué una guerra puede ser santa ni por qué los líderes de una y otra facción claman a sus dioses para glorificar la barbarie. Nosotros, los analfabetos fácticos, nos limitamos a contemplar las tierras de Asiria y de Caldea asoladas por generales de uno y otro signo gobernados por un único dios, aquel que la mitología, pagana por supuesto, llamaba Marte; nosotros, los maleducados ateos, apenas si reconocemos los asentamientos violados de los zigurats y de los jardines de Babilonia donde una vez, dicen, vio la luz la civilización; nosotros, los perplejos e indignados, como simples frutos malditos del árbol de la ciencia del bien y del mal, cuyas raíces se hundían entre las riberas del Éufrates y el Tigris, ingenuamente creemos todavía que la única guerra que está justificada es la guerra contra el hambre.

     Madres y padres vimos estremecerse hace unos años cuando Federico Mayor Zaragoza anunciaba que “volverán a llamar a la puerta para que nuestros hijos vayan a la guerra”. Y negaban la evidencia de la profecía confiados en un supuesto puente tendido desde el código -civil, ¡quién lo diría!- de Hammurabi y este siglo XXI reconducido a las ortodoxias religiosas como bombas de racimo. ¡Qué terrible engaño!

     Pero pronto nuestros hijos vendrán en verdad a rescatarnos de la confusión. Ellos, apocalípticos e integrados desde la educación infantil, resolverán el enigma de los hombres de dios en la Tierra que, a su imagen y semejanza, imparten una justicia que llueve desde el cielo con uranio empobrecido; ellos, rescatados para la vida por una escuela para la dominación y la competencia, reirán nuestras miserias y se mofarán de las conciencias que son nuestro peor lastre; ellos, a salvo por fin de valores para la convivencia y de temas transversales tan inútiles como la paz o la igualdad, sabrán advertirnos de que la sombra de Caín vaga errante todavía, incluso mucho más allá de las fronteras ibéricas como Machado pensaba. Nuestra esperanza reside, pues, en que también a ellos vengan a reclutarlos para una guerra  que ha coronado a España -que no a sus ciudadanos- con el ridículo y la deshonra, ahora y en la hora de nuestra  muerte, amén.

(Encargo para una revista universitaria que no llegó a editarse, abril 2003)

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