A lo largo del pasado curso escolar, pero también durante los inmediatamente precedentes desde que el Partido Popular alcanzase posición de mando en plaza, una palabra perversa, un término ambiguo aunque en apariencia bondadoso, se ha instalado entre nosotros acercándose a la omnipresencia: la calidad.
Desde las administraciones educativas de la derecha, muy en particular desde la cuna ideológica del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, y mediante una estrategia perfectamente programada, se han hecho correr a diestro e incluso a siniestro las ruedas de molino de la calidad de la enseñanza, de tal forma que no hay nadie a estas alturas -llámese profesionales de la educación, legisladores, asociaciones de padres y madres, organizaciones sindicales, etc.- que no haya incorporado a su discurso bien la simple palabra calidad como ornamento, bien su indeterminado significado con el fin de situarse acorde -parece ser- con el signo de los nuevos tiempos académicos. Pero si incluso la Universidad de León ha incluido entre sus Cursos de Verano uno bajo el título “La gestión de los recursos humanos y la calidad en los centros educativos”, con la participación de, entre otros ponentes, técnicos de Endesa o el Presidente del Tribunal de Cuentas. Gran éxito sin duda el de esos mercaderes de la propaganda político/pedagógica que, tras los fiascos pintorescos de doña Esperanza Aguirre, entendieron que para vender una ley, como para hacerlo con un oso, entre otras cosas lo de menos es matarlo, o ni tan siquiera que exista oso, sino que tenga un nombre acogedor, simpático, como de peluche, cargado de buen feeling. Nada que ver, por Dios, con aquellas siglas entre lo impronunciable y lo abstruso tan del gusto socialista -que si LODE, que si LRU, que si LOGSE, que si LOPEG-, que empezaban por no triunfar precisamente porque se atragantaban en las cuerdas vocales y llegaban a provocar arcadas en delicados velos del paladar más acostumbradas a la pauta fina del gregoriano y al sabor del Benedictine. Pero calidad, qué me dicen de calidad, si hasta suena casi a virtud teologal... Y en fin, qué decir sobre lo que podría ocultarse detrás de aquellas siglas tan opacas, que ni una idea podía extraerse de ellas a bote pronto y lo mismo era algo que tenía que ver con otra cuasi onomatopeya de las más atroces, qué sé yo, catastro, por ejemplo.
Así pues, la traída y llevada Ley de la Calidad de la Enseñanza, ley del Castillo popular, sin que ni siquiera se haya iniciado su trámite parlamentario ni su imprescindible negociación -de llegar a haberla- con los sectores implicados en la misma, es casi ya una ley amiga de todos, de niños y de mayores tanto como de jóvenes y de maduros, que ya es decir, y no así por la barbarie que pueda encerrarse en su articulado, que avisos haylos, sino porque, fíjate tú, es una ley de calidad, de calidad de la enseñanza que tanta falta nos hace, como si lo que viniéramos haciendo hasta la fecha promociones y promociones de profesores y profesoras de los distintos niveles de la enseñanza no fuese calidad, sino triste chapuza, apaño, trapicheo educativo; como si la formación recibida por promociones y promociones de alumnos y alumnas durante digamos nuestra etapa democrática no tuviese que ver con la calidad sino con lo banal, lo pueril y lo cutre; como si los centros educativos -públicos por supuesto, faltaría más- lejos de ser ejemplos de trabajo, programación, evaluación de rendimientos, planes de mejora..., esto es, expresiones de calidad, fuesen en el fondo y en la superficie simples aparcaderos de residuos humanos que qué demonios podrían tener que ver con la verdadera calidad, esa distinción, esa vitola de clase tan de la genética elitista de lo privado.
Pues nada, a realambrar, a realambrar con música de Viglietti, y calidad para todos. Es decir, a segregar el grano de la paja entre el alumnado para que unos florezcan vistosos en los jardines alegres de la paz mientras que otros sean dados como forraje a los bichos de la granja; a prolongar el número de jornadas lectivas, como si no fuera en número de horas en lo que se mide, y de sobra en nuestro país, el desarrollo del currículum; a rescatar del baúl incorrupto del abuelo incorrupto la naftalina de la reválida, verdadero signo de modernidad en cuanto sustitutriz de la tan denostada selectividad; pero sobre todo a medir en términos de calidad, sí, pero de calidad tomada en sentido estrictamente economicista el sistema educativo, y más aún, puesto que se administra directamente desde los responsables políticos de quienes tratamos, el sistema educativo público castigado una vez más a una competencia y a una desigualdad evidentes en las condiciones de partida de que goza cualquier otro centro privado, concertado o no. Ley de Calidad, ¡qué alegría!
Porque, a saber, si por cualquier azar o desconocimiento perfectamente disculpable tuviera uno que buscar referencias concretas en eso de la puesta en práctica de lo cualitativo, nadie ejerce un mejor magisterio que la Consejería de Educación y Cultura de Castilla y León, que nos administra y guarda la competencia educativa. Y así, una pequeña mirada bienintencionada sobre sus procedimientos del curso 2000/01 así como sobre los inicios del 2001/02 puede sin duda hacer luz a los pobres legos acerca de qué calidad se nos viene encima. Basten algunos ejemplos: los alumnos de localidades tan señaladas como León, Ponferrada, Bembibre y Villablino continuarán un año más, contra todo ordenamiento legal, cursando los estudios del Primer Ciclo de la ESO en los colegios en lugar de en los institutos; las fechas de final del curso anterior, así como las del comienzo de éste e incluso las del tránsito entre uno y otro se diseñan a mayor gloria de la ineptitud del aparato administrativo, para quien poco importa si se cumple realmente lo prescrito en cuanto a periodos de reclamación, memorias de departamentos, etc.; se pretende habilitar a un número importante de maestros y maestras para impartir inglés en Educación Infantil sin que hubieran superado el nivel mínimo exigido para su incorporación a esos cursos y desoyendo cualquier reclamación en tal sentido; se desvían, en fin, millones y millones públicos hacia la enseñanza privada so pretexto de la libertad de elección de centro, ignorando paladinamente que no todos los centros tienen la misma libertad para invertir los talentos en bolsa; ninguna medida se ha adoptado hasta el momento, frente a otras comunidades autónomas que así lo han hecho, para recuperar el horario perdido en las materias de Música y Plástica por causa de una reforma pacata de las Humanidades; se adjudican las plazas a los maestros y maestras interinos mediado el mes de agosto, pero se les ordena su incorporación a los centros dos días antes del comienzo de las clases, en este caso el 7 de septiembre, no por prolongar sus vacaciones tan cínicamente denostadas, sino para ahorrarse la miseria de unos eurillos que pertenecen a los trabajadores y que deberían cotizarse a la Seguridad Social de todos. Y así hasta la saciedad en este bonito muestrario del despropósito titulado Calidad de Enseñanza.
Y, como apuntábamos al principio, lo terrible de todo ello es que la estrategia va poco a poco calando y ya se oye a equipos directivos, a federaciones de padres, a profesores y profesoras, a sindicalistas de toda la vida hacerse eco de las formas perversas del Ministerio y/o Consejerías, al convertirse en los principales voceros de una Ley -mejor dicho, de una palabra- que necesariamente, desde posiciones de progreso en el horizonte educativo como las defendidas por Comisiones Obreras, habrá que combatir por retrógrada, contraria a la mejor de las caligrafías que la LOGSE contenía y exponente de un pensamiento político que pretende devolvernos a la más remota de las remotas “Enciclopedias Álvarez”. Para que así no sea, qué mejor que concluir que la calidad bien entendida, estimados Castillo y Villanueva, empieza por uno mismo, que falta vaos haciendo.
Publicado en Diario de León, 21 septiembre 2001
y en Trabajadores de la Enseñanza Castilla y León, septiembre 2001
No hay comentarios:
Publicar un comentario