Fue entrañable detenerse el domingo día 2 de septiembre de 2001 en las páginas del Filandón de este diario, para revivir de la mano de Fernando Algorri la memoria del Tren de la Aviación, aquel olvidado ferrocarril que unía la ciudad de León con el aeródromo de la Virgen del Camino durante la última Guerra Civil. No son pocos los que con el amigo Algorri podríamos, seguramente, agitar aquí el recuerdo que todavía pervive de viejos, legendarios ferrocarriles con los que convivimos no hace tanto tiempo: el Shanghai, los Chispa que nos llevaban hasta la playa de Gijón, el Ruta de la Plata... por no entrar en el detalle de cuanto la Asociación de Amigos del Ferrocarril podría sin duda avivarnos, como acostumbra con frecuencia al hacer resonar los pulmones poderosos de ese monstruo extraordinario que dio en nombrarse Mikado.
Por continuar hacia atrás en la memoria, diremos que corría el año 1989 cuando, por razones académicas, un grupo de alumnos cayó conmigo en el Museo del Ferrocarril de la estación madrileña de Delicias. Pues bien, helos allí, en medio de las locomotoras de vapor, de los prehistóricos vagones de viajeros y de los modelos que fueron un día vanguardia del Talgo, y su inquietud, su única pregunta repetida se dirigía a averiguar dónde demonios podían ver el AVE, del que entonces se comenzaba a hablar y al parecer único ferrocarril que formaba parte de su acervo e interés ferroviario. Naturalmente, la desilusión de aquellos adolescentes era infinita al comprobar que semejante artilugio no había merecido todavía un andén en tan espléndido museo.
Se habla mucho también de la alta velocidad en la actualidad por estos pagos, y a veces resulta inevitable, ante cierto tipo de declaraciones tan admirativas de la tecnología vertiginosa como ingenuas para la boca que las expresa, recordar el rostro asombrado de aquellos muchachos y muchachas que no concebían otro tren que no fuera el último, el más moderno, el más vendido para la España del 92. ¡Tiempos aquellos! Y se habla de la alta velocidad en esta actualidad y por estos pagos ligando el asunto, cómo no, a esa llaga urbana de la ciudad de León que como una columna vertebral la recorre de sur a norte, la divide e incluso la emblematiza con la pervivencia de lo que algunos consideran un vestigio arqueológico: el paso a nivel. Así que revive el viejo conflicto y los viejos afanes por darle solución, más ahora por supuesto cuando la aspiración de todo buen político provinciano pasa por subir un día en los estilizados y aerodinámicos convoyes de esa loca velocidad a su paso por esta encrucijada de pensionistas y especuladores del suelo.
Pero aguantemos el tipo un poco más en el pasado para comprender mejor este presente de cartón piedra. La guerra del paso a nivel, siempre latente y a ratos con vitalidad de primera página, vive sus ciclos por decenios y bueno será remontarnos en su túnel -oportuna metáfora, por cierto- para comprender mejor la tesis que luego sostendremos.
A principios de los años 80, cuando las asociaciones de vecinos a pesar de aperecérsenos hoy con tonos sepia no tenían sin embargo el velo amarillo que más tarde ha caracterizado a muchas de ellas, en los tiempos pretéritos -recuerden- del alcalde Morano Masa, desde la ignorancia del vecindario se propuso ya una solución muy similar a la que ahora baraja la sabiduría de técnicos y políticos municipales. Se les acusó entonces de ilusos, de aficionados a las maquetas, de proponer alternativas (el enterramiento del trazado ferroviario) imposibles y, por el contrario, se optó por hundir la avenida bajo los raíles y así fue también como se hundieron millones de fondos públicos en medio de un ridículo del que nunca nadie dio cuenta ni pagó responsabilidades. Vino después, en el año 1990, un segundo capítulo de la pueril polémica: que si por arriba, que si por abajo, que si por el medio... mientras el tal Morano Masa, posiblemente la figura que junto a la del obispo Almarcha más daño ha causado a esta ciudad, continuaba con sus equilibrios vodevilescos en el Ayuntamiento. Naturalmente, todo volvió a quedar en nada, aunque en aquel momento ya publicamos en este mismo diario y a él remito (10 de diciembre de 1990) un artículo en el que defendíamos, por razones más sentimentales y estéticas que otra cosa, el mantenimiento del paso a nivel como seña de identidad de un barrio y de una vergüenza de demasiado fácil olvido.
Y aquí estamos, otra vez dándole vueltas a la particular disneylandia que cada gobierno municipal propone para suturar esa brecha abierta en canal por raíles y traviesas en medio de los sueños de Amilivia, el nuevo conseguidor nacido a la sombra de las ayudas europeas y de los trucos venenosos del andamiaje leonesista. Eso sí, con la variante añadida de la dichosa alta velocidad que por fortuna no llegaremos a ver, pero que vende mucho y barato en los planos aunque no así en los presupuestos. Pues bien, como ya hicimos en el artículo antes referido, debemos seguir hoy defendiendo la pervivencia del paso a nivel y de todo su entorno ferroviario, pero hemos de hacerlo no ya a la luz de la técnica o del sentimiento, sino de algo mucho más comprensible y prosaico: de la simple razón económica.
Invertir hoy la cantidad de millones de la que se habla con el fin de enterrar la estación y unos cuantos kilómetros de caminos de hierro es puro desperdicio, como lo fueron todas las cantidades invertidas hasta la fecha durante los últimos veinte años en arreglos y desarreglos si, como parece, al final la solución válida es la que a principios de los ochenta apuntó un grupo de vecinos que fue tachado de ignorante e indocumentado. ¡Cuánto tiempo perdido, cuántas palabras y cuántos dineros públicos! Y, paralelamente, qué ha sucedido durante estos veinte años en lo que se refiere al tráfico ferroviario al menos de viajeros. Muy sencillo: la degradación del servicio, la supresión de líneas, un menor número de usuarios a medida que se recortaban también el número de trenes hacia cualquier destino, la involución incluso en algunos trayectos, etc. Razones que no hacen al caso nos han llevado a comparar el dispar proceso seguido en el transporte de viajeros por ferrocarril o por carretera hacia lugares como Ponferrada o Asturias, por citar dos ejemplos fácilmente contrastables. La deducción es inmediata y sencilla: no pasará más allá de otro decenio para que esos trayectos se extingan por sí solos, sustituidos por la voracidad del transporte por carretera, si el nivel de atención por parte de quien corresponde se mantiene en las mismas constantes del último cuarto de siglo; es decir, favoreciendo descaradamente a este último frente al claro abandono de la opción residual del ferrocarril. Así pues, para qué invertir en una muerte anunciada si no es para disfrazar otros intereses más bastardos.
Ahora bien, si alguien se cree que saldremos de ésta gracias a los beneficios de la alta velocidad -opción Galicia, opción Castilla-, qué cerca vamos a andar entonces de aquellos adolescentes que se paseaban como bobos por la estación de Delicias a la búsqueda de lo virtual, olvidada la realidad de trenes muchos más tangibles y útiles para la población en general Tanto la apuesta económica por ese proyecto como por la del parque temático diseñado para sustituir el paso a nivel pueden buscarse en cualquiera de los presupuestos del Estado que año a año han elaborado los gobiernos del Partido Popular. Tanto es así que tentado estoy a darles mi voto en próximas elecciones para asegurarme de que, mientras gobiernen, nada de todo ello llegará a suceder.
Así que, amigo Algorri, mucho me temo que muy pronto escribiremos todos sobre la nostalgia del ferrocarril, de cualquier ferrocarril de ésos que hoy todavía atraviesan a diario nuestro paso a nivel e irritan a los feroces conductores de automóviles. Te animo, por tanto, a que te sumes a la defensa de ese rincón de los indignados, balcón con mirada libre sobre el tren que amamos, para que no nos roben ni una sola traviesa, ni un sólo centímetro de catenaria, ni un sólo tren de los que nos van quedando hasta que por sí solos y por la desidia común se nos mueran cualquier otoño de estos.
Así que, amigo Algorri, mucho me temo que muy pronto escribiremos todos sobre la nostalgia del ferrocarril, de cualquier ferrocarril de ésos que hoy todavía atraviesan a diario nuestro paso a nivel e irritan a los feroces conductores de automóviles. Te animo, por tanto, a que te sumes a la defensa de ese rincón de los indignados, balcón con mirada libre sobre el tren que amamos, para que no nos roben ni una sola traviesa, ni un sólo centímetro de catenaria, ni un sólo tren de los que nos van quedando hasta que por sí solos y por la desidia común se nos mueran cualquier otoño de estos.
Estación Delicias (Madrid) - Museo ferroviario |
Publicado en Diario de León, 21 noviembre 2001
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