La frontera del 30 de junio, hoy, separa el tiempo corriente de nuestra cotidianidad de la feria de vanidades que es el verano. Casi todo contribuye a ello de forma determinante, el calor, el baño, las lujurias, los helados, el gazpacho, las noches claras, las verbenas, el turismo… No lo critico, posiblemente sea yo el primero en arder en esa hoguera, aunque, con franqueza, no recuerdo cuándo fue la última vez que me puse un traje de baño. Lo dejaré ahí para que cada cual especule sobre si es porque sólo frecuento playas nudistas o sencillamente porque no frecuento ningún espacio para baños públicos y concurridos. No importa. El caso es que llega el tiempo de la vacación, esa vanidad de vanidades.
Dice la periodista Ana Geranios, autora del libro Verano sin vacaciones. Las hijas de la costa del sol, que las vacaciones son cosa de los pobres. Y es así, en efecto, pues quien no necesita de fronteras entre lo cotidiano y lo excepcional no requiere de ese concepto, no lo necesita porque su mundo es otro. Pero los pobres sí que tenemos que compensar de alguna forma tanto sacrificio, tanta obligación, tanto ajuste de calendario y de jornada, tanta abnegación por los muchos meses en que no estamos de vacaciones y contribuir, de paso, a engordar las cifras del sector turístico que tanto aportan al PIB. ¿Cómo iba a hacerse si no? ¿Con los eternamente ociosos?
Sucede entonces que esas cifras de viajeros y sus gastos impulsan la construcción de más hoteles de cuatro y cinco estrellas, precisamente los que no pueden pagar los pobres, que se ven obligados a alojarse en pisos turísticos mucho más baratos que, más tarde, cuando se sale de la vanidad, no pueden alquilar como vivienda habitual porque mantienen precios de temporada alta a perpetuidad. Lo cual lleva a preguntarse por qué es primera necesidad, disponer de un techo o amontonarse en una playa, una duda cuya solución el capitalismo opaca en interés exclusivo del beneficio privado. Y ahí estamos, una vez más en la frontera.
Publicado en La Nueva Crónica, 30 junio 2024