Al final siempre nos redime la solidaridad, tanto da que se trate de los efectos de una riada monumental como del cáncer de mama.
En ello ponen énfasis los medios de comunicación y el común de los mortales nos hacemos eco miméticamente, sin mayores consideraciones. Más aún si los titulares se encargan de destacar que es ésa una de las cualidades más notables de estas tierras y de estas gentes, de este país confuso y confundido: todos en procesión con un rastrillo para quitar barro o vestidos de rosa para participar en una carrera con la que recaudar fondos para la investigación. Todos con la conciencia tranquila -otro tópico- y en paz, cargados de razones una vez más para cuestionar las insuficiencias de lo público y criticar la acción de los gobiernos, pero comulgando con quienes provocan esa insuficiencia o con quienes yerran directamente. O, peor todavía, con quienes se mofan de lo público y desdeñan el gobierno de lo común.
Tan codificadas tenemos en nuestros genes la caridad y la misericordia cristianas a base de décadas de predicación perpetua que no hay escapatoria. Como mucho, lo vestimos con un ropaje que nos parece más laico, incluso hasta más comunista, lo solidario, aunque mantenemos los mismos esquemas que la catolicidad nos ha grabado a fuego en nuestras almas perecederas. Por eso mismo se nombraron así, Solidaridad, los sindicatos católicos polacos o la rama laboral, por llamarlo de algún modo, de uno de nuestros partidos de extrema derecha. Anda que no saben…
Yo estoy en contra de la solidaridad y a favor de la justicia social, lo cual no quiere decir que renuncie a mis obligaciones con otros indeterminados cuando así lo exigen las circunstancias. No otro es a mi modo de ver, sólo a mi modo de ver y al de quienes quieran coincidir, el planteamiento, así en la catástrofe como en la enfermedad. Rastrillos y camisetas son paños calientes, una fórmula light y prêt-à-porter del compromiso social, aunque transitoriamente ocupen portadas y reciban elogios.
Publicado en La Nueva Crónica, 10 noviembre 2024