Al llegar el mes de septiembre, de forma inevitable los productos que salieron a nuestro encuentro con motivo de las rebajas han acabado apolillados en los escaparates, mientras que otra serie de artículos novedosos pasan a hablarnos de los nuevos viejos tiempos que se alumbran. A este propósito, unos grandes almacenes decoran sus muros con vistosos carteles publicitarios que incluyen, entre una exhibición de materiales para el nuevo curso, un rótulo nada inocente: “Uniformidad escolar”.
Si bien todos entendemos la referencia al vestuario que identifica a los alumnos de ciertos colegios, privados por supuesto, la referencia a que varias cosas sean uniformes entre sí (al estilo del ejemplo que aporta María Moliner cuando indica “la uniformidad de altura de las casas”) no resulta distante del ojo que mira y trata de ver más allá de lo evidente.
Cuando oímos o leemos argumentos contrarios a la oposición entre enseñanza pública y privada, todos ellos bajo la tesis general de que se trata de una polémica trasnochada e inmovilista, solemos ignorar los elementos más sencillos de la disputa, que, por lo común, suelen ser los más esclarecedores. De este modo, si nos atenemos al mensaje de la publicidad de los grandes almacenes, nos daremos cuenta de que se dirige sólo y exclusivamente a un determinado grupo de consumidores, aquél que entrega la educación de sus hijos a establecimientos, llamémosles para ser honestos, con cierto ánimo de lucro. Por el contrario, los consumidores excluidos de este grupo buscarán la indumentaria de sus hijos e hijas en la sección de oportunidades o, en el mejor de los casos, entre la ropa de temporada.
Pero no nos interesa aquí el fondo puramente económico de esa división, sino el significado social y, sobre todo, cultural del fenómeno, para enlazar, acto seguido, con el académico.
Uno de los fundamentos principales de la escuela pública es lo diferente, así en cuanto se refiere a la procedencia del alumnado como en su condición educativa. Frente a ello, la escuela privada ejerce una selección no desinteresada en procedencias y condición para acercarse cuanto antes al que es uno de sus ideales identificadores, la uniformidad, no sólo en la apariencia externa. Incluso cuando ésta se supera, pongamos por caso en centros menos religiosos o por tratarse de cursos ya superiores, la imagen de marca tiende a conservarse como un elemento básico, es decir, como pertenencia a tal centro y, por lo tanto, pertenencia a un grupo elegido y con “uniformidad en su altura”. Lo excluido de ese grupo pasa a engrosar las filas de lo diferente y, en consecuencia, desemboca en lo público, que recoge así tres tipos de alumnos: los que por vocación paterna proclaman todavía su fe en el sistema público, los despojados sociales y los expulsados de lo privado, ya por procedencia, ya por condición educativa.
Es más, si atendemos a otros elementos que participan en el hecho escolar, nos encontramos así mismo con esa dicotomía. Un profesorado diferente entre sí por razón de su proceso selectivo abierto, frente a otro homogéneo a causa de un acceso semicerrado según pautas patronales. Una libertad de cátedra, puesto que el fundamento ideológico no tiene otros límites que los constitucionales, frente a un ideario de centro uniformador en la doctrina. Un gobierno democrático con intervención de los diferentes miembros de la comunidad educativa, frente a una jerarquía claramente piramidal. En suma, lo público frente a lo privado.
Que nuestra sociedad camina inexorablemente hacia la necesaria convivencia entre lo diferente parece ya un hecho consumado que sólo los fundamentalistas discuten. El fenómeno de la mundialización, muy a pesar de lo que pretenden conseguir los modelos neoliberales, no quiere decir que todos vayamos a ser iguales, sino todo lo contrario, cada vez seremos más distintos aunque más juntos, y precisamente en el compartimiento y respeto de lo distinto se cimentará el futuro si llega a existir. La escuela es un eje fundamental en todo este proceso, pues serán las generaciones del porvenir las que asistirán al advenimiento de esos nuevos tiempos nuevos, y en la conciencia sociocultural de padres y madres se apoya hoy la preparación de sus hijos e hijas para expresarse y entenderse en esa era.
Dicho todo esto, cada cual puede reflexionar acerca de en qué tipo de centro educativo se ofrecen más posibilidades ante los signos que anuncian lo que se avecina. Sobre la responsabilidad de cada cual recae la formación de autistas sociales o de individuos educados en y para la integración. Y, en fin, cada cual sabrá en qué sección de los mismos grandes almacenes adquiere la indumentaria y las repercusiones que ello tiene. Naturalmente, en eso coincidimos todos como seres pasivos: tanto los grandes almacenes como los colegios privados son vendedores de producto manufacturado no con cualquier procedimiento y objetivo.
Publicado en Diario de León, 7 septiembre 2003
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