Sobre el escenario del gran teatro del mundo los personajes deambulan y anhelan compartir con los espectadores su peripecia personal. Aunque, si bien se mira, tal vez no sea tanto suya como de unos autores que escriben teatro para sentirse hacedores de algo, demiurgos, más o menos como cualquier ser humano, sea éste agricultor, prestamista o policía municipal. El caso es que todo en la vida discurre sobre un escenario y cada cual encarna el papel del que en apariencia se es merecedor; a veces incluso por encima de las propias posibilidades, lo cual en el género dramático acostumbra a considerarse sobreactuación y no suele despertar buena crítica; a veces, tristemente, por debajo de las posibilidades, y en ese caso surge la tragedia.
De modo que el catálogo es extenso, al menos tanto como los siglos de historia del acontecimiento teatral, es decir, de la vida misma. Así, ocurre que pudimos haber sido reyes de Tebas o hijos ciegos por el destino, en cuyo caso habríamos ocupado un lugar insigne en los altares del psicoanálisis y en toda biblioteca que se precie. De haber sido donjuán o burlador, que parece lo mismo pero no es igual, se nos venerarían en las bibliotecas escolares y retornaríamos eternamente a la escena cada mes de noviembre. Y, en fin, nos cabría haber sido un tal Godot, con lo cual, además de resultar tediosos, hubiéramos generado un número importante de tesis doctorales. Pero no, nada más lejos: nuestro autor, ese nombrado Víctor Peña, ha querido que seamos simplemente hombre y mujer, si bien en un acto de generosidad que él sabrá a qué atribuir ha osado apellidarnos y escribirnos como mujer-bufanda y hombre-hambre.
Sepa pues el lector (o el espectador, que ya veremos si llegamos a ser materiales en alguna ocasión) que este Peña es un simbolista de mucho cuidado, porque además de servirse de tan vistosos patronímicos, nos coloca en medio de un decorado con barrotes metálicos, una ventana con imágenes, alambradas y muñecos de peluche. Y si todo ello no fuera suficiente para tras un primer vistazo situarse en alerta ante la representación, hete aquí que el texto progresa aderezado por voces en of, sonidos de bombonas de oxígeno o relojes insensibles para los que no existe otra hora que la décima. De esta forma se plantea, por lo tanto, nuestro argumento, una historia deprimente en la que realidad y memoria se persiguen y confunden a sí mismas, en la que ella y yo pretendemos una mínima dosis de ternura pero acabamos siendo patéticos, y donde casi no hay espacio para la esperanza si no fuera porque nos emocionan todavía las canciones de Rubén Blades, por más que sea Maná quien las interprete en este caso.
Cuentan de nuestro autor que practica un realismo esquizofrénico –que ya les vale a los críticos a la hora de inventar etiquetas– y que la condición del ser humano constituye el objetivo de sus miradas. Debe ser así, en efecto, porque nuestra obra es evidentemente realista, aunque no de ese realismo sucio que gusta a los adolescentes; porque es altamente esquizofrénica como medio de exploración y no hasta el punto de convertirse en patología; y porque la condición humana, la mía, la de la mujer, esto es, la de cualquiera, sea traficante de armas o funcionario, se expone ante la platea como un verdadero animal en el momento de su disección. Y en ese instante lo que ven los ojos del que mira no es precisamente complaciente.
Pero, en fin, qué es lo complaciente cuando se pierden guerras, desparecen hijos o la desnudez de los cuerpos sólo permite descubrir cicatrices. En esos casos, dicen, uno sólo se complace en la memoria torcida y en la reescritura de los renglones desviados. Ella y yo lo sabemos bien. O nos los ha hecho saber ese Víctor que nos golpea con nombre tan ostentoso. Ese Víctor escritor que muestra un pulso literario de tal calibre que es capaz de filtrar géneros para elegir en cada caso el formato más adecuado a sus fábulas. No es extraño que en este caso haya elegido el teatral, tan alejado de la afectación, de las digresiones y de otros vicios de la literatura triunfante. Aquí solamente hay palabra seca, acción explícita y movimiento tosco. Todo lo demás viene sobrando. O casi todo, porque al cabo la ornamentación le corresponde al espectador/lector que nos acomoda a sí mismo y nos reinterpreta. Cuando esto sucede, casi como si se tratara de un místico arrebato, del patio de butacas o del sillón orejero emerge la figura curiosa del espectador/lector/actor, ese ser estudiado por la entomología que delira de leer. Y ya en el colmo de la insensatez, si la abducción que todo escritor persigue llega a su extremo, lo que semejante éxtasis genera es la eclosión del espectador/lector/actor/autor. Exactamente aquello que pretende provocar en su alambique literario nuestro Peña para ser absolutamente esquizofrénico.
Si lo dijo Borges, que es el supremos bibliotecario, qué no vamos a mal decir nosotros: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido”. Por eso, a pesar del delirio de la trama, la obsesión principal que venimos a expresar es la pervivencia del recuerdo, el último reducto de la existencia. “Busquemos, busquemos. ¡No olvidar! ¡No olvidar!”, gritamos en el desenlace cuando ya de la mujer y del hombre sobreviven únicamente las voces, ecos sombríos en un escenario sin luz. Más o menos lo que podría ocurrirle a cualquiera, fuese uno sindicalista, editor o alcalde, que tanto da.
Presentación del libro en Valladolid, junio 2009 |
Prólogo a la obra del mismo título, de la que fue autor Víctor Peña,
publicada por Eje Producciones Culturales, mayo 2009
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