La edición musical fue siempre un soporte fértil para cuanto tiene que ver con el diseño gráfico. En particular, las carpetas de los viejos discos de vinilo, aquellos gigantescos elepés si atendemos a lo que hoy se lleva, se convirtieron en una fuente generosa para que artistas y otros profesionales del medio ejerciesen su maestría. Hay portadas históricas que muchos guardamos en la memoria o en nuestra discoteca privada, desde el disco blanco de los Beatles hasta el Nevermind de Nirvana, pasando por cualquiera de los firmados por Pink Floyd. Por lo general, aquellas carátulas iban estrechamente ligadas al contenido de los discos o a la peculiaridad de los músicos, al menos hasta que el imperio del cedé impuso la ley de la miniatura y ya casi nada fue igual. Nos cuesta trabajo desprender el celofán, resulta prácticamente imposible leer las letras o los títulos de crédito, y los motivos se reducen a fotos fijas bastante inexpresivas.
Acaba de editarse el último álbum de Emmylou Harris, titulado All I intended to be. Si su biografía y sus canciones no constituyesen suficiente aval, las imágenes que lo envuelven y el juego de color y blanco y negro con que se expresa llamarían necesariamente nuestra atención en medio de otros formatos anodinos y funcionarios. Luego, una vez escuchado el disco, la intuición se confirma y no queda otro remedio que saludar esta exquisita conjunción entre música e imagen tan poco habitual en estos tiempos. O, de otro modo, la síntesis contenida en la etiqueta de cabecera –Todo lo que pretendo ser- se explica por igual en el exterior y en el interior del disco, lo cual ya es bastante mérito. Por cierto, el productor es Brian Ahern y el fotógrafo, Rocky Schenck.
Superada ampliamente la treintena de discos, la madurez de Emmylou Harris se inclina, como las fotografías, hacia la melancolía elegante. Quién sabe si no será, si no ha sido siempre ésta su principal seña de identidad artística desde su cuna en Alabama. Será quizá porque nunca ha sido lo bastante estimada en Nashville, donde se acomoda el núcleo duro de la música americana. Será quizá que, sin alejarse de la tradición, se dejó infiltrar como nadie por la lítica de The Byrds o por las fórmulas más progresivas de The Flying Burrito Brothers, todo ello de la mano del mítico Gram Parsons, de quien una sobredosis la hizo quedar huérfana. Será que se muestra demasiado ecléctica y atrevida para el country más ortodoxo. El caso es que todo lo que ella ha pretendido ser se encuentra diseminado en una discografía que invita a ser transitada y que ahora se corona con una última obra emotiva y sugerente, como ese camino solitario entre árboles y paleras que preside la portada. Tal vez exageremos. Pero si alguien duda de lo dicho, escuchen ustedes tranquilamente la canción “Kern river” y derrítanse hasta el último minuto de la eternidad.
Acaba de editarse el último álbum de Emmylou Harris, titulado All I intended to be. Si su biografía y sus canciones no constituyesen suficiente aval, las imágenes que lo envuelven y el juego de color y blanco y negro con que se expresa llamarían necesariamente nuestra atención en medio de otros formatos anodinos y funcionarios. Luego, una vez escuchado el disco, la intuición se confirma y no queda otro remedio que saludar esta exquisita conjunción entre música e imagen tan poco habitual en estos tiempos. O, de otro modo, la síntesis contenida en la etiqueta de cabecera –Todo lo que pretendo ser- se explica por igual en el exterior y en el interior del disco, lo cual ya es bastante mérito. Por cierto, el productor es Brian Ahern y el fotógrafo, Rocky Schenck.
Superada ampliamente la treintena de discos, la madurez de Emmylou Harris se inclina, como las fotografías, hacia la melancolía elegante. Quién sabe si no será, si no ha sido siempre ésta su principal seña de identidad artística desde su cuna en Alabama. Será quizá porque nunca ha sido lo bastante estimada en Nashville, donde se acomoda el núcleo duro de la música americana. Será quizá que, sin alejarse de la tradición, se dejó infiltrar como nadie por la lítica de The Byrds o por las fórmulas más progresivas de The Flying Burrito Brothers, todo ello de la mano del mítico Gram Parsons, de quien una sobredosis la hizo quedar huérfana. Será que se muestra demasiado ecléctica y atrevida para el country más ortodoxo. El caso es que todo lo que ella ha pretendido ser se encuentra diseminado en una discografía que invita a ser transitada y que ahora se corona con una última obra emotiva y sugerente, como ese camino solitario entre árboles y paleras que preside la portada. Tal vez exageremos. Pero si alguien duda de lo dicho, escuchen ustedes tranquilamente la canción “Kern river” y derrítanse hasta el último minuto de la eternidad.
Publicado en Notas Sindicales, diciembre 2008
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