¿Qué hubiera pensado el capitán Samuel Edward Widdrington, uno de aquellos viajeros románticos del siglo XIX, al acercase en la actualidad al Palacio del Conde Luna? ¿Cuál hubiera sido su descripción del monumento si atendemos a la restauración que ha hecho de él sombra de lo que fue? ¿Le hubiera merecido la pena relatar el hallazgo como hizo mediado aquel siglo dentro de su libro Spain and the spaniards in 1843? Probablemente no. A los efectos, le hubiese sido mejor releer su propia crónica de viajes o los artículos de historiadores subsiguientes, porque con toda seguridad el Palacio de este siglo XXI le hubiese dejado frío y estupefacto. Podría, eso sí, haber aprovechado la ocasión para intercambiar unas palabras en perfecto inglés con sus nuevos habitantes / propietarios o confundirse entre las levas de visitantes locales, pensionistas sobre todo, asombrados todavía por lo que puede dar de sí la vida real y la historia de cartón piedra.
Las labores de restauración suelen ser, por lo general, controvertidas. La pugna entre los puristas y los atrevidos viene a sumarse a la más gremial entre arquitectos y arqueólogos, por ejemplo, o entre conservadores y restauradores propiamente dichos. Eso por no citar las diatribas que se entablan entre la ciudadanía en general cuando de recuperar edificios o espacios urbanos se trata, donde cada cual defiende sus tesis como el más riguroso de los entendidos. En todos esos conflictos acaba interviniendo el tercio de los políticos, no necesariamente formados, no necesariamente leídos, pero que al cabo son los que aprueban los presupuestos y suelen padecer de un afán de gloria reñido con la sensatez. Y, por supuesto, tampoco debe ignorarse el papel que juegan los especuladores del suelo u otros poderes fácticos del patrimonio, como la iglesia católica y sus jerarquías.
Así las cosas, la recuperación del patrimonio histórico y su puesta en uso arrojan resultados para todos los gustos, según el criterio triunfante. En la provincia leonesa encontramos muestras notables de todo el repertorio, desde el sacrilegio y la barbarie hasta la propiedad y el buen hacer. Por citar casos concretos que lo ilustren (aunque todo sea opinable) me permito indicar entre los primeros la Iglesia de Palat del Rey, donde se enterró sin sonrojo el alma de la ciudad de León, y entre los segundos el Monasterio de Carracedo, una simple consolidación de ruinas sin más pretensiones que no ha impedido sin embargo disfrutar de tan espléndido cenobio. Por el medio quedan todas las piedras romanas y muchas de las medievales, que entre la voracidad de los constructores, el laberinto de competencias y la incuria global, no se sabe si alguna vez llegaremos a apreciar en toda su magnitud. Y mientras tanto, sin restarle el más mínimo mérito y valor al edificio, la catedral gótica se ha convertido durante las últimas décadas en el más insaciable devorador de fondos sin que haya visos de que pueda atenuarse alguna vez tan exagerada digestión.
Lo del Palacio del Conde Luna es plato aparte. Su rocambolesca historia incorpora de por sí los elementos necesarios para escribir todo un método del abuso y de la negligencia. Sin entrar en los pormenores de sus orígenes, cronología y titularidades –que dejaremos para consumo de estudiosos-, baste para ello atender simplemente al variado catálogo de actividades que ha acogido bajo su techo desde los tiempos de la desamortización hasta nuestros días: casa de vecinos, salón de baile, garaje, almacén de frutas y de vinos, entre otras. Y situémonos por fin en los tiempos presentes, en plena floración de la neomodernidad palaciega, para juzgar si hemos conseguido de alguna manera al menos romper con tan nefasto sino. A nuestro modo de ver, todo lo contrario. Si exceptuamos el adecentamiento e iluminación del pórtico principal, el resto de decisiones que se han adoptado parecen más bien un muestrario de vanidades provincianas y de actuaciones poco menos que contrarias a sentido, cuando no directamente necias. Pírrico bagaje.
No consuela, ni mucho menos, su supuesta salvación. Por el contrario, nos mueve a preguntarnos qué fue de algunos de sus elementos constructivos originales, que se hizo de sus maderas y de su patio central, a qué intereses no confesados se sacrificó la esencia interior de su torre renacentista, por qué esta obsesión por habitar puerilmente un monumento que era valioso por sí mismo sin otro aditamento… Más bien da la impresión de que se ha actuado con alevosía, promoviendo una nueva realidad de bisutería –cara, pero bisutería al fin y al cabo- acomodada al gusto estético de sus nuevos moradores; es decir, un edificio con cierta pátina histórica, como los que nos depredaron años atrás los poderosos yanquis para trasladarlos a sus propiedades, que ahora, en cambio, gentilmente les cedemos, con el marchamo figurado además de haber servido como sede real en tiempos remotos. Toda una Disneylandia, en suma.
Es lo que hay, como sentenciaría la resignación popular. Pero no es necesariamente lo que habrá, o no debería serlo al menos en una sociedad madura y participativa. Es sólo un ejemplo de los asuntos a los que conviene entregar el pensamiento y la reflexión colectiva cuando nos detenemos a analizar las ciudades en que vivimos. Lo escribió Platón en su Carta VII al señalar que la función del pensamiento era “salvar la polis”. Con mucha más modestia, es lo que persigue el Ateneo Cultural “Jesús Pereda” de Comisiones Obreras con el ciclo de conferencias titulado Pensar la Ciudad, cuya segunda temporada se inicia este mismo mes de marzo, a la vez que presentaremos la edición de las que se impartieron a lo largo del año 2009. Con toda seguridad, no habrá ya tiempo ni medios para vengar la afrenta del Conde Luna, pero sí para prevenir otras atrocidades urbanas de las que todavía no estamos a salvo.
Publicado en El Mundo de León, 18 marzo 2010,
y en Notas Sindicales, mayo 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario