Tomadas
al vuelo, hay conversaciones que describen bastante bien nuestro ser eterno, no
importa las circunstancias por las que atravesemos. Así sucedió hace unos días
en uno de esos concilios de fumadores que se forman a la puerta de bares o
restaurantes. Él, hombre corriente, les comentaba a ellas, dos mujeres también
corrientes, lo mal que andaba el panorama de la ciudad y de la provincia,
deteniéndose en el relato de empresas y negocios que mueren día a día. La
respuesta que mereció la necrológica pudo parecer insólita en ese instante,
aunque, bien pensado, no deja de ser la perpetua respuesta en una ciudad y en
una provincia como la nuestra: “Es verdad, pero a cambio vivimos en una ciudad
tranquila, que eso también hay que valorarlo. No como Valladolid”. Es lo que
tiene vivir en los cementerios, que uno se acostumbra y hasta le acaba sacando
gusto. De hecho, llevamos así toda nuestra existencia como si tal cosa,
observando con relativa pasividad cómo se desangran por ejemplo los índices de
población: 28.097 habitantes dicen que perdió la provincia entre 1991 y 2011,
la mayor parte de ellos en la capital y en las cuencas mineras. Si tenemos en
cuenta que sólo en ese último año la pérdida fue tan grande como en los diez
anteriores, quiere ello decir que la tendencia se acentúa y vamos camino de la
tranquilidad absoluta. Contribuirán a ello, no cabe duda, las sabias decisiones
sobre las ayudas al carbón, que vendrán a liquidar lo poco que del sector iba
quedando, y los ajustes en el empleo público, lo que para una tierra
funcionaria es otro anuncio más de cierre. Casi el definitivo, a la espera de
que le llegue el turno de nuevo a las pensiones. Eso sí, por lo que referían
sesudamente las conversadoras, en Valladolid deben estar que se salen con tanta
agitación y barbarie. Pobrecillos, no saben ellos lo que se pierden con lo
mucho que se podrá fumar a diestro y siniestro en el camposanto.
Publicado en La Crónica de León, 18 mayo 2012
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