Blog de Ignacio Fernández

Blog de Ignacio Fernández

viernes, 28 de mayo de 1999

El efecto frontera

    El efecto frontera esparce su sombra sobre los días de junio y su filtro trastorna la percepción de cuantos nos reconocemos en el espejo del calendario. En este caso, junto a la reedición de un ciclo que se vence -el curso académico- y al lado de una estación que muda hacia el sofoco, otros límites de más rara especie se alzan en torno para acentuar el desorden y la inquietud, el suspiro profundo y el gesto curioso, el finiquito y la renovación, síntomas todos ellos de la enfermedad fronteriza. Sin agotar la nómina de posibles, que en esta oportunidad alcanzaría incluso al vértigo finisecular, adecuado parece detenerse en el análisis de dos procesos actualmente en tránsito, y hacerlo además con distancia que nos proteja de la vacuidad o de la euforia propias de los trances de pasaje.

    El cambio de legislatura en Castilla y León se nos revela en esta ocasión unido al cambio inmediato de titularidad en los asuntos educativos, y una y otra mudanza son susceptibles, como decíamos arriba, de provocar tanto el exceso y el ruido como la desconfianza y la inseguridad. Sea como fuere, quien esto suscribe, integrante del colectivo de afectados por tantas fronteras líricas o épicas, asiste al espectáculo con una actitud preventiva, a medias entre la cautela y la perplejidad; y a la hora de su traducción en palabras, no puede por menos que optar por la vía de la historia, esto es, por el mayor alejamiento posible de las sendas turbias de lo inminente.

    Conviene advertir que desde el ángulo de la construcción autonómica, esta región apenas si ha consolidado solamente en sus años de vida el eje administrativo y el financiero. El primero de ellos, nacido en parte desde la nada y en parte desde la reconversión de estructuras pretéritas, fue alumbrado durante el mandato socialista, aquella brecha de cierto progreso abierta brevemente en el cuerpo amojamado de la política tradicional castellana y leonesa; con posterioridad, los sucesivos gobiernos conservadores no han hecho sino fortalecer y extender el aparato, procurando llevar el agua a sus molinos, de forma que los ciudadanos reconozcan al menos la existencia de los entes señalados con el rótulo Junta de Castilla y León, aunque no siempre puedan identificarse sus contenidos. Junto a esto, el aporte de los gobiernos de Aznar, Posada y Lucas se ha fundamentado sobre el eje financiero, es decir, en la asunción de competencias de orden económico, sin excesiva contaminación por factores ideológicos internos o propiamente asentadores de conciencia regional, tal que en la actualidad las gentes de León y de Castilla lo que básicamente perciben de su administración autonómica difiere poco de una entidad de crédito, bien en su aspecto recaudador, bien en el de proveedor de subvenciones.

    Pues bien, esta grisura regional, intencionada desde el planteamiento de una derecha que no está dotada ni lo pretende para otro tipo de edificaciones, se dispone ahora a revestirse con uno de los elementos que, junto al sistema de salud, más decisivamente contribuyen a la arquitectura territorial: la gestión de su red educativa. Dada su capilaridad, su trascendencia y la repercusión sobre los futuros ciudadanos, incluso en una comunidad tan envejecida como la nuestra, esta vez sí que nos encontramos frente a un eje generador y no solamente arbotante como los antes reseñados. Por ello, si el previsible resultado de las elecciones autonómicas se confirma (escribimos cuando es mayo todavía) y la mayoría popular abrasa todo signo de renovación institucional, lo que al otro lado de la linde se adivina no es precisamente alentador de ilusión, por más que se puedan convenir relativos avances merced a las transferencias, sino la perpetuación mediante nuevos, fecundos medios, de un concepto de región con un exclusivo carácter económico y burocrático, siempre al servicio y mayor gloria de sus dueños.

    Así pues, erguidos sobre la muria que separa el ahora del porvenir, y acordado que los años precedentes anuncian un futuro levemente halagüeño así para esta región deshilvanada como para su tejido educativo, retornan los cronistas a los claustros de la memoria, para proyectar sobre el presente reflejos que no deberían nunca consumirse en el olvido. De entre los nombres que fueron, pero que habitan todavía en el devocionario de cuantos le han convivido en lo político o en lo docente, uno viene a asomarse con incuestionable privilegio a la encrucijada que aquí hemos tratado. Justino Burgos González, en su día catedrático de la Universidad de León, inauguró en la primera legislatura autonómica la que pronto se tornará sede de nuestros quebrantos, la Consejería de Educación y Cultura. A medida que aquel germen iba con pulso firme derivando hacia el simulacro cultural de nuestros días, otros nombres de sucesores en el cargo venían a ennoblecer más si cabe el de este profesor perdido hace años para nuestra geografía política y académica. No se pretende en este momento elevar un panegírico a destiempo para retozar en los esplendores del pasado, perspectiva tan traidora como la de aquellos que fían en lo todavía por llegar la panacea para todos nuestros dolores y así lo cantan. Por el contrario, lo que sí nos parece de recibo, puesto que nadie lo llamará a la cita ni a la liturgia de la firma, es convocar en estos papeles sindicales la figura de quien, de haber sido llamado a gestionar el traspaso educativo, hubiera sin duda marcado impronta, estilo y genio, ya para negociar con otras administraciones o con los agentes sociales, ya para gestionar definitivamente las competencias. Ése fue su pesar, y el de muchos en aquella coyuntura, cuando hubo de abandonar tempranamente la Consejería que él había puesto a andar;  pero esa misma era la condena de las autonomías conocidas como de vía lenta, y ésa es aún nuestra deuda con él. Aquí, en la frontera.


Publicado en T.E. Trabajadores de la Enseñanza Castilla y León, junio 1999

martes, 9 de marzo de 1999

De pueblo

    Se recuerda todavía en los cada vez más profundos pozos donde se refugia la sensibilidad aquellas dos páginas siniestras que aparecieron en La Crónica de León el 9 de diciembre de 1986. Al hilo del conflicto étnico de Riaño (recordemos: fue aquel el año de la ejecución del valle so pretexto de unos riegos que todavía hoy los agricultores reclaman inútilmente), Julio Llamazares y Tino Gatagán nos regalaron un desfile sobrecogedor de esquelas, con las que ilustraban el sentimiento herido de numerosos ciudadanos ante la pérdida fatal de un puñado de seres vivos: Oliegos, Casasola, Bárcena, Vegamián, Burón… Efectivamente, esos y otros nombres conformaban la geografía mortal de los pueblos leoneses ahogados para siempre bajo las aguas de embalses implacables. Aún es tiempo en que su sonoridad conmueve al recitarlos: Miñera, Oblanca, Lodares, Huelde…

    Seis años después, en 1992, Luis Pastrana publicaba su libro Despoblados leoneses, un nuevo recorrido por los paisajes de la desolación, ocasionada esta vez por otro tipo de enfermedad mas de idéntico desenlace: pueblos muertos condenados al abandono, la rapiña y el saqueo. Un par de notas, de entre el despliegue fotográfico y documental, resultaban estremecedoras: respecto a datos de 1950, un total de 86 localidades habían desaparecido o estaban al borde de su extinción en 1991; otras 52 sobrevivían en las mismas fechas en torno a la decena de habitantes; finalmente, superaba los 200 la relación de despoblados leoneses a lo largo de la historia. Como en el caso de Llamazares y Gatagán, también Pastrana aportaba su fúnebre letanía: Ferradillo, Mirantes, Folgoso del Monte, Foncebadón…

     Valgan las dos referencias precedentes, ambas con su salmodia emotiva, para acercarnos desde el borde del abismo finisecular a una tendencia patológica persistente, contra lo que los índices económicos e hídricos podrían sugerir, cuyos gérmenes continúan actuando sobre un cuerpo rural doliente y desnaturalizado. Durante un tiempo nuestros pueblos murieron, bien bajo el efecto del agua que obligaba al sacrificio de unas poblaciones para el abastecimiento y el regadío de otras más privilegiadas en la selección de la especie, bien por razones económicas y culturales que dieron al traste con formas de vida apenas recordadas hoy merced a las colecciones etnográficas, las festividades rancias y la cosecha inmutable de los folcloristas. Pero ese proceso degenerativo no ha concluido, sino que, superada en apariencia la fiebre del pantano y triunfante el valor terapéutico del turismo rural y otros retornos al origen, nuevas formas perversas contaminan, infectan y destruyen pueblos hasta hace poco sanos en su condición, y que en escaso años están perdiendo su sentido, no para desaparecer como entidades físicas, pero sí para nublar definitivamente su destino. Me refiero al lamentable proceso de “arrabalización” que padecen localidades próximas a los grandes núcleos urbanos de nuestra provincia y en particular a su capital.
Otoño en la Sobarriba
    La moderna vida urbana acumula, como de todos es sabido, inconvenientes de diverso grado que, en mayor o menor medida, lejos de alcanzarse su solución, se agravan con el tiempo y con el crecimiento a veces desordenado de las ciudades. El tráfico, el tratamiento de los residuos, la polución, los asentamientos industriales, etc. constituyen infecciones tan serias que, por lo general, el único tratamiento que cabe ya aplicárseles no es otro que el de su extrañamiento más allá de los confines de la urbe y, a tal fin, se diseñan rondas de circunvalación, se construyen centros para el tratamiento de residuos y plantas depuradoras, se programan polígonos con carácter exclusivamente industrial, etc. Estas medidas, aun debidamente planificadas y desarrolladas conforme a leyes que podemos considerar útiles para la comunidad, causan no obstante más de un trastorno (he ahí, por ejemplo, el severo problema con que se topa esta provincia a la hora de ubicar un depósito para sus desechos) y no siempre suponen un remedio convincente (obsérvese el caso de la muy peculiar ronda inacabada de la ciudad de León). Ahora bien, ¿qué sucede cuando, en una acción mimética, las raíces de muchos de esos problemas se trasplantan de manera absolutamente irregular hacia las pequeñas poblaciones vecinas? Si ese procedimiento, cuando es convenientemente bendecido, produce de por sí inevitables pegas, ¿cuál puede ser el resultado si se adopta la vía digamos “alegal”?

     Pues bien, a partir de la creencia maliciosa en que no se puede poner puertas al campo, unida a la desidia, escasez de medios y, en algunos casos, complicidad de ayuntamientos de pequeño rango, lo que produce es una colonización salvaje de los pueblos por parte de los tumores que la ciudad excreta. Esos pueblos que, lejos de haberse desarrollado (en el sentido más positivo) de forma paralela a la ciudad inmediata, han permanecido dormidos bajo el abandono de las administraciones asisten de repente –porque el proceso es veloz como una peste- a la propagación del cáncer para el que desde luego no estaban preparados, y sus habitantes, vencidos por la impotencia y en ocasiones por la edad, contemplan resignados la brusca violación de su entorno y padecen sus consecuencias.

    De esta forma, lugares que pese a su proximidad a una población importante han conservado su fisonomía primitiva (y ello incluye no sólo su ruralismo lírico sino –lo que es más importante para nuestro caso- un evidente subdesarrollo en los servicios, equipamientos e infraestructuras) acogen por la ley de los hechos consumados buena parte de aquello que otros rechazan y para lo que, obviamente, no reúnen las mínimas condiciones exigibles. Y además, como quiera que este proceso nace y crece viciado, ningún beneficio colateral se deriva de él hacia esos espacios parasitados: ni los impuestos, cuando los hay, redundan en mejorar las condiciones de vida en el entorno, ni desde el punto de vista laboral suponen las más de las veces puestos de trabajo para los vecinos de esas zonas. Por el contrario, el mal estrangula más y más impidiendo justamente toda otra forma de desarrollo más humano (pensemos en el uso residencial) y enseñoreándose de la escena como un auténtico ejército de ocupación.

     Basta un breve paseo hacia el alto del Portillo y superar el minúsculo letrero que señala la frontera entre el municipio leonés y la Sobarriba para contemplar el alcance de la barbarie. Aparecerá ante los ojos del caminante el ejemplo grosero de cuanto he tratado de explicar: la barahúnda de naves industriales, de dudoso gusto y contenido, diseminadas a la ligera, sin criterio, sin atender a la presencia cercana de viviendas y saqueando incluso los bienes comunales; vertederos incontrolados, electrodomésticos abandonados como animales metálicos inertes, cunetas donde se enfangan grasas y aceites de motores y maquinarias, y vehículos plantados como oxidadas estatuas en medio de la nada; pesados transportes arrastrando su tonelaje sobre débiles vías locales varadas casi en los tiempos de los carros sin engalanar, bandadas turbias de furgonetas para las que -¡estamos trabajando!- parece no regir norma alguna de tráfico, y los aparcaderos nocturnos de los autobuses públicos de la ciudad de León que, paradójicamente, no prestan ningún servicio para unir la metrópoli con su colonia esquilmada; columnas de humo negro y denso producto de la combustión de plásticos y embalajes, y vertidos de todo tipo que viajan sin control para morir en las alcantarillas o en los aliviaderos naturales de los valles, olores, ruidos, cables, muchos cables, y ratas, muchas ratas. Un sinfín de síntomas malignos para una infección tan perturbadora que nos conduce incluso a considerar natural lo que evidentemente no es sino una agresión contra un espacio desprotegido.

     Se dirá que exagero y no lo negaré. Se pensará que me quedo corto y tampoco enmendaré esa opinión. Mi discurso surge de los cada vez más profundos pozos donde se refugia la sensibilidad, y desde esas simas no cabe otro juicio ni otro tono. Dejo los demás registros para quienes, en este año de comicios locales, elaboran programas y construyen listas de candidatos, entre los que siempre, tenazmente, inevitablemente, habrán de figurar individuos con vitola de alcalde vitalicio que han asistido, asisten y asistirán a la devastación de este tipo de poblaciones impasible el ademán. Y lo hago con la esperanza un poco pueril de que las retahílas con que arrancaba este escrito no tengan su continuidad inmediata en nuevas series de cadáveres sonoros, entre otros, Valdelafuente, Corbillos, Arcahueja, Golpejar, Tendal…

Iglesia de Corbillos de la Sobarriba
Publicado en La Crónica de León, 15 marzo 1999

sábado, 6 de marzo de 1999

PLAZA MAYOR: Por aquellas cuestas

    Desde Vela, vela, va (1989) hasta el presente Por aquellas cuestas (1999), sin olvidar el paso intermedio que supuso A tu puerta (1992), el ejercicio de restauración artística llevado a cabo por el grupo Plaza Mayor a lo largo de los últimos diez años, constituye indudablemente un eslabón imprescindible para la cultura de nuestras tierras y de nuestras gentes, aquél que enlaza la tradición con la modernidad para proyectar sobre el hoy melodías y textos apenas envejecidos, o quizá por ello todavía frescos.

     Encomiable por lo tanto nos debe resultar tarea tan tenaz como discreta la de este grupo de músicos, a contracorriente de cuanto se estila, se vende y se difunde desde los templos culturales establecidos. Ya en un principio, la propuesta que proclamaba tan sonoro nombre -Plaza Mayor- venía a enlazar, a través de laberintos de música, con los espacios abiertos y libres que desde antiguo han acogido los mejores ejemplos de convivencia y de creación. En efecto, pocos lugares como las plazas mayores, así como sus precedentes históricos, pueden señalarse a la vez como metáforas del arte y de la vida urbana, donde por igual eran albergados los mercados, los cafés, las manifestaciones, las fiestas, los indígenas y los transeúntes. Así fuimos creciendo, extendiéndonos desde ese núcleo original hacia otros ámbitos cada vez más confusos y desordenados, pero siempre con la referencia primitiva en nuestros sentidos. Cierto es que el tiempo ha transformado nuestras costumbres y, en muchos casos, con ello se han erosionado también esos espacios, hasta el punto de que algunos no muy apartados de nosotros se significan en la actualidad tan sólo por la degradación, el abandono y el trasiego de berzas y cebollinos. Si el alma de los pueblos se refleja en el rostro de sus plazas, sin duda la de León, alma y plaza, no puede mostrarse más despreciada.

    No obstante, se me figura que a modo de desagravio, otra Plaza Mayor  cultivada con el mimo que merecen así los recintos públicos y compartidos como los rincones privados e íntimos, nos ofrece el tercer documento de lo que es un digno y prolongado quehacer. En estos tiempos en que algunos descubren las bases folclóricas y étnicas como fundamento de sus nuevas músicas, con lo que nos advierten de lo poco que hemos avanzado en verdad desde los tiempos de la tradición oral, Por aquellas cuestas, título de este trabajo, nos acerca de nuevo a la raíz, pero también al tallo, a la flor y al fruto, de la canción. Lo que cabe, a la luz de este producto, es preguntarse sobre el esplendor de parte de estas músicas de raíz, mientras que otras expresiones estéticas de similar calibre permanecen en una injusta ignorancia. O lo que es lo mismo, ¿qué extraños mecanismos rigen la vitalidad, la prestancia y el donaire de ciertas plazas mayores, frente a otras que, engendradas por el mismo soplo, se acomodan a la ruina, al olvido y a la incuria?

    Sean éstas, pues, palabras de estímulo para los artistas y para quienes se reconozcan y se gocen en sus músicas. A los primeros, exhortémosles a mayores riesgos y a necesarias ambiciones. Los segundos, démonos al vicio solitario de su reproducción técnica, mas no desaprovechemos ocasión de salir para cantarlas bien acompañados en los escenarios abiertos de nuestras plazas mayores.

Texto de presentación en el CD de referencia, marzo 1999